sábado, 27 de noviembre de 2010

Antígona de Sófocles (El Enamorado de Plata Vol.1)

Por Santiago Ocampos

Antígona corre a la muerte. Su pasado. Su antepasado sobreviene del pecado, cuya acepción latina denota yerro. Su historia tiene sabor a tormenta. A lluviecita porteña. Tiene la lengua desprevenida. El destino atado con cintitas de colores en estuche de cartón.


Su pasión desmembrada abre las puertas del parnaso o bien el comedor del palacio. A entender de Creonte, ambas puertas pueden abrirse simultáneamente. La elevación del poder humano le da a Antígona un beso nuevo, un beso después de amar el silencio del cuerpo. Después de entregar el alma al Hades. Ella que tan bien soñó con ser Reina de Tebas, está desnuda.

Siente a Polinices arrullarle una canción de cuna nueva que aún se escucha en la almohada de la heroína. Su inocencia raja la tierra en dos. Su hermano en el Hades y ella tan viva, no logra sentir el cauce de la sangre.

Sentir la vida o sentir la cercanía del ocaso. Un ocaso próximo se mezcla con el amor revuelto de Hemón. Ese amor no espera otra cosa más que el abrazo de Tebas, el abrazo de Antígona.

Ismena también queda ciega como Creonte mirando la noche porque no encuentra una mísera copa de vino que lo lleve un rato al olvido. Él los ha olvidado a todos. Su hermana ha sacrificado el corazón. Edipo, su esposo, pierde la identidad o los ojos o las manos. Sentado en la Barca que ya lo ha a pasado a recoger. Mira a Tebas en la penumbra, en las últimas lucecitas del crepúsculo. La peste ha socorrido ya las almas en pena que quedaban.

Un parnaso en forma de árbol expresa la tibieza firme de Antígona. ¡Cómo camina Antígona! Por el cuerpo invisible de Hemón trepa. Sus almas se enredan sin comprender por qué. Sus almas perduran enlazadas al mar. Se besan esperando la Barca en el muelle. Callan. Asienten. Saben. Un país nuevo para andar. Junto a Edipo.

El hermano sepultado, Eteocles, mira el sol. Aún vive. Está en el muelle. También espera. No se quiere ir hasta que llegue Polinices. No sabe que éste ya ha cruzado al otro lado.

Y Tiresias, hombre y mujer, sacude con las manos unas semillas. Va por el sendero alimentando la tierra. Alimentando el futuro. Se va yendo despacito por la memoria de Sócrates, de Platón, se va despacito, pidiendo que el siglo XXI subsista, al menos que exista.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Ernesto Cardenal


 Por Santiago Ocampos

Con las tres marías del cielo de Solentiname y un prólogo de Thomas Merton, el Señor Ernesto Cardenal hunde sus manos dentro de Managua y toda su tradición literaria para los momentos en que la poesía se queda sin voz. Con el corazón hecho un nudo de oraciones y cuentas conjuga sus sueños con el amanecer, que con esfuerzo toma su lugar en la cuesta del horizonte, sus ojos apenas ven que por el semblante de la aurora incendiada los pájaros se acercan, y es un cuerpo tembloroso el talento del Señor Ernesto Cardenal cuando la palabra que brota de la nada narra las emociones vividas una noche de San Juan de la Cruz muy personal y, es así desnudado de amor cuando la memoria poética, con sus geografías accidentadas por la dulzura, entra a la historia triste de Nicaragua como si entrara a la recámara de un rey derrotado. El Señor Ernesto Cardenal es un poeta consagrado a su palabra y en el vértigo de la altura, por el vuelo ensayado en el verbo, abre con los brazos suspendidos en el aire la infinidad de recuerdos para tener el coraje de volver al interior del vientre materno, al interior de la tierra para nacer de nuevo de las mariposas, que al aletear todas juntas en la ventana, no dejan escuchar el ruido del mar espumoso que al mezclarse en el atardecer empapan las sombras que el Señor Ernesto Cardenal vence al tomarse de la vida con sus dos manos, y, el amor con el que vive penitente entibia el cuenco de agua donde apoya su rostro que se confunde con el cuerpo doliente que busca su poesía, su pobreza, y las campanas, que anuncian en Solentiname la hora en que el poeta decidido, convencido, abrumado y atravesado como una gacela, despierta totalmente devastado por la inspiración, de la que sólo le queda un manojo de palabras que van rodando enamoradas, saciadas, invencibles, resucitadas una y otra vez, por la penumbra de su imaginación que recrea la lluvia, el deseo y el soplo primero porque todavía el Señor Ernesto Cardenal cree en el amor y ardoroso escribe sin aliento, al caer el cielo sobre Solentiname que acaricia los techos altos de las iglesias para convidar con su lluvia la esperanza de lo imposible.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Bécquer (El Enamorado de Plata Vol.1)

Por Santiago Ocampos

El era poeta, El es Poeta, El será Poeta, El era Poeta, El será Poeta, El es poeta, El era poeta. Y el poeta era la forma y la palabra el contenido con el cual se llenaba la palabra con la cual se nombraba a sí mismo. Y el poeta no era la forma sino la idea apenas esbozada por la palabra. Y el poeta bracea en la nada de los siglos. En la separación. En la ruptura conyugal del romanticismo. Y es el símbolo.

El instante mismo se vuelca en el silencio. Y callar es un acto de justicia. Es un cuerpo volteado al sol enceguecido. Y la sombra provoca la inspiración de Federico que bebe de la fuente. Y la historia apenas le moja el pañuelo. Y la leyenda abre camino a la fatiga de la noche. Y los cuerpos se estrenan en la poesía. En los libros llenos de gorriones. Y aletea la palabra apretando inoportunamente al cielo.

Y son las cartas. La confesión. Se mueven las piezas. La compostura clásica se pierde. Y el poeta escribe sin renglones. Y el poeta es un mar tembloroso. Un manojo de luciérnagas nerviosas. Una América naciendo de su boca. La mujer es tierra y también un mapa para tender la soledad del invierno. La mujer también es poesía y el cuerpo fundido en la palabra espesa de la ternura lo vuelve a él poesía. Y vuelan las hojas del otoño y con ellas vuela el poeta que se extingue con la luz del día.

¿Elisa Guillén? ¿Sabrá la historia darle un lugar? Bien decían que había que devolvérsela a quien le corresponde. A un tal Iglesias que la cortejaba desde el balcón que construyó para Gustavo. Creyendo estar allí le tendía las flores, los abrazos calientes de la poesía, de allí le dedicaba la palabra, y de tanto no ser se convirtió en otro y la identidad se asemeja a la de la Malinche que no terminó ni siendo ella misma. Y el poema es apócrifo y de Iglesias ¿Quién se acuerda? ¿Y cómo le devolvemos los sueños a Elisa Guillen? Quien creyó ser la poesía.

Y los ojos verdes tocan, rozan, raspan la piel porosa, deseosa, animosa, de los bosques donde el poeta se acostaba sudoroso, esplendoroso, rotoso, de felicidad, con la metáfora llegándole a los huesos, y, entonces un cuerpo de golondrinas pasaba ante sus ojos y eran golondrinas y eran ojos verdes y era la leyenda y escribía Gustavo y era juglar y era un trovador de Santa María Virgen y las golondrinas y los ojos verdes y Maese Pérez eran él, porque poesía era otro cuerpo que tomaba prestado por las noches para escribir o ¿escribirse? ¿Escribirse? ¿No Gustavo?

“Yo sé un himno gigante y extraño” escribía despacio mientras la noche le iba restando tiempo al alma. Y los gorriones se iban yendo. Y la Corona se iba a pique. Era la revolución. Tú la escribías y ellos la ejecutaban. No contabas con que ibas a perder tus manuscritos. Horas en la redacción del Diario “El Contemporáneo” pintando la España desnuda de vestidos imperiales, trayendo de vuelta los conejos que alguna vez dieron nombre al país en el famoso cerco de Numancia; donde Escipión pedía más papel para dibujar el mapa de Roma. Pintabas las rimas. Pero tu manuscrito fue quemado en la casa de tu amigo de sangre azul. Y la revolución de las letras era el hambre.

Y tuviste que rehacer todo. Hasta tus ojos. Verdes. Violetas. Y poesía volvió a ser ella. Poesía volviste a ser. Y poesía eres tú. Y una manada de gorriones crepitó en la pluma y tú amor prematuro fue adiós a Campoamor. Tu adiós prematuro hizo brotar al Fénix Mestizo que allá por Managua enamoraba y derribaba el Parnaso europeo. Y como te fuiste quedaste. Tocando apenas la vida. Bastó para saber que detrás de la simpleza se escondía tu yo dividido, misterioso, enamorado, tu yo poético que quedo prendido en una flor que sobrevolaba entre las cuerdas dándole al viejo piano una melodía que hasta los ángeles bajaban para escuchar. Y el día perdía sus horas y la noche se fundía en el sol y bajabas escondido entre los ángeles y tocabas el piano mientras te convertías en el protagonista (que siempre quisiste ser) de tus propias leyendas.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Leopoldo Lugones

Por Santiago Ocampos

Leopoldo Lugones asqueado por el vino hacía un buche espeso viéndose en el espejo. Transitaba con la palabra su vida, su ocaso, su dictadura, hijo del destierro, socialmente sobornable, redactaba el epígrafe en la lápida de su imaginación, bañado, prolijo, moderno. Se imitaba a sí mismo en sus primeros años de literato, recorría la infancia, la fortaleza ajada de toda intención futura que la imagen devolvía como pasado, el peinado a la gomina, los botones ajustados, el saco bien lustrado, el corazón debatiéndolo, explicándole, volviéndolo a seducir, volviéndole a insistir, él pide el niño a cambio, el olvido, el lunario sentimental también se refleja en el espejo, como un abanico humano todo el espejo, la vida cuajada, la taza de leche encima del libro, el machete en una servilleta de la soledad, el escritor contra el espejo, acorralado, exhortando a la suerte, tratando de provocar un arco iris con los dedos húmedos, el cuento de las buenas noches, la osadía de volver a vivirlo, el hombre esgrime consigo mismo en la profundidad del espejo, divulgando el secreto de sus unicornios que empezaron a brotar entonces como conejos del reflejo y de las espadas de sus palabras mientras lo real lo abarcaba, lo tragaba, lo iba tomando hasta que la fantasía tomó finalmente la dimensión de su propia muerte, tan personal, tan literaria, tan fugaz.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Comentario poético de Romance Sonámbulo de Federico García Lorca

Por Santiago Ocampos

El verde va tiñendo la hoja enmohecida, páginas de cartón dulce, violentas páginas marcándose en la tempera de los años, tú amor va pareciéndose a estas páginas, con olor a libro viejo vienes galopando por el verso escarchado, tibio, ensayado antes por ti, el libro se pone cada vez más amarillo, más verde al recuerdo, tus manos se tiñen del color verde, y verde es tu deseo, la profundidad de tu huella, verde se van poniendo los colores de la primavera, el amor se va poniendo verde, la poesía en plenitud va poniéndose verde, poniéndose verde los contornos del tiempo, la física de la rima se va poniendo verde al traerla del romancero, pero hoy el romancero siendo gitano es porque escrito está por un hombre asustado de su propia fantasía, asustado también por el brinco inesperado de su caballo, el hombre tiene traje, tiene corazón verde, y por eso redacta y empieza por el verbo, aprendiendo a domesticar el verbo con el pulso de su mano segura, inventando o esgrimiendo la pluma, no lo se, solo sabemos que verde empieza el camino, como si por un bosque al claro de la luna tratásemos de huir, de penetrar, de exhalar por la boca al hombre, al vate, al granadino, al actor, verde nos quiere a todos y por eso su deseo verde nos envuelve, nos llena de coraje verde para ir encontrando la tierra, la luna marrón, vieja como este libro donde empieza con un tajo de sangre la ansiedad, el barco sobre la mar, barco de herrumbre española, barco de señorío feudal, el barco es la griega concupiscencia de Homero, es la parca, el destino, el caballo ensillado y atado en la montaña, amarrado al hombre, al conocimiento, a lo inefable, a la inexactitud, al amor de unas sábanas de seda, ella te sueña Federico, sus sueños son los tuyos, los que como manantial quitan tu sed, te enamora Federico por eso la buscas y la imaginas, desesperándote, ella no está, ella está en una verde baranda ayunándote, esperándote, arrastrándose por tu verso, por tu arrojo a sus huesos, ella mira aunque sus ojos calienten tu ardor andaluz de plata, luna gitana, de aullidos, de demencias, de locuras, luna gitana, verde de placer, luna gitana reclamándote, pidiéndote un gesto para con su cuerpo, ella no puede saber si estás cerca, no puede sentirte, las cosas le pertenecen, le alargan la prosa poética a su destino, igual cae de tu boca como si fueras su juglar, verde, verde, verde, grandes estrellas partiéndose contra la escarcha de la madrugada, contra el empedrado, contra la ebriedad de tu aliento, hechas pedazos las estrellas, cristales desangrados de palabra, el alba, el pez, la sombra frota sus higueras, sus ramos en el viento, en el monte, en la metáfora indescifrable, Federico no dejes tus retazos de amor en el poema, Federico no dejes que ella pierda sus ropas, no la dejes morir en la literatura, aunque tu quieras llegar a ella y preguntes quien vendrá y te preguntes por donde, ella no se ha movido, no se ha roto aun más su imagen, tu palabra tiene roto su color en el verde, carne verde, pelo verde, a todo renuncias por verla morir, ella sigue en pie, esperando en su aljibe cerrar los ojos porque la luna te la está enamorando a prisa con mejores versos, unos hombres se encuentran, de un caballo hablan, a la par de la luz hablan, contra el frío el brillo de los cuchillos, la manta, sangrando viene uno de ellos, de un puerto de montaña viene, quieren cerrar el poema cuanto antes, antes de provocar tu letanía, tu fiebre aguda, tu sueño de carne viva, el hombre su destino pierde, y quiere morir por el otro, por el otro, por el otro que muestra su herida, su pecho abierto, plateada su sangre, de metal su piel, rezuman las trescientas rosas por la poesía, morenas, verdes, da igual Federico, no lo dejes morir a él tampoco, no retumbe su agua en lo no escrito, no derrames su agua en el candor de la luna que girando y bailando pone áspera la superficie del viento, las velas se apagan, y la luz gotea y rueda por el cristal donde intentas abrir los ojos Federico, húmedos los compadres, los hombres, los caballos, los emisarios, todos de verde, todos de verde, hasta las espinas de sus voces dejan un surco en tu mirada, sudor, caricia, improperio, hojalata, los farolillos de la calle se apagan porque tu quieres verlos morir, los escondes de tu altivez, mil panderos fríos estallarán heridos cuando derramen la sangre de la noche en la madrugada, la noche ahora es una plaza, una intimidad, una verde calesita imitando la luna, la guardia civil golpea las puertas, entra, iracunda, insolente, borracha y tu allí parado los ves y la ves a ella mecerse y desaparecer por el aljibe, por el aljibe que tenía de gitano el cuerpo de la niña, y el agua de ese aljibe la escribes, los ves entrar, retumbar, rechistar, repiquetear, los ves zambullirse en el esplendor de las sombras del ramaje que terminan en la boca de esa fuente clara de agua, un barco, un caballo y tú en unas hojas amarillas, en unas páginas, casi verde, en una trinchera, hambriento, inspirado, ardiente, casi verde, verde, arrojado, verde.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Juan Gelman

Por Santiago Ocampos

La poesía con sus noches, con sus estrellas despierta al hombre, al Juan Gelman poeta que conspira con el lenguaje y con las sombras que fabulan tener un alma para abrir las pesadas cortinas del tiempo de la sala donde la fiesta de la literatura despliega sus carruajes, sus disfraces, sus secretos enamorados, los reyes riman y riman con el aliento del poeta Juan Gelman flaco de perfumes, de colores y de pronto la palabra es la de de un niño dibujada en la antología de un compañero caído por las flores envenenadas de una mujer, perdido ese mismo hombre llamado Juan Gelman busca en los trajes de la poesía enhebrados mil veces los nombres escritos en cada bolsillo, manos que buscan llenas de cicatrices invisibles que auguran el futuro y el hambre porque en la poesía se reflejan y sangran y besan con la urgencia de un trueno contra la tierra el papel lleno de lágrimas y de fantasmas que visitan la morada poética creada para ellos y con el cielo entre los dientes, despedazado en la boca, el poeta Juan Gelman, hace brotar su ardor revolucionario y descalzo, cargando los huesos y las memorias queridas en los hombros, escapa de la rutina y sube y sube por el sendero que imagina para dejar allá arriba el amor que no pudo dar y permitir que Safo lo arrulle con su “voz de leche” y cuando regresa de la nostalgia de los siglos gira la puerta de su habitación como un barco llega a tierra, se sienta y vuelve a recorrer con los dedos ese país amado lleno de cifras de pobrezas, de odas a prostitutas y barcos de prófugos que el poeta Juan Gelman describe abandonando la mirada en el silencio, que gotea sobre el infinito, a pesar de que el dolor, sin previo aviso, cruza su alma como “un burrito andino” hacia el final del día cuando por fin cierra los ojos y sueña y cree y respira y escribe asaltado por la conciencia.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Ruben Darío (El Enamorado de Plata Vol.1)

Por Santiago Ocampos

Tu vaso va rompiéndose, va quebrándose tu sangre etrusca, tu sinécdoque, tu placentero manjar de palabras. El águila te abrasa la mirada. Te desnudan el desierto las ninfas del crepúsculo. Nicaragua ya tiene alas. Una gota tibia forma el contorno de América. Los alazanes corren bajo la fusta de Verlaine. El parnaso fecunda tus juveniles lecturas que ya no son las epopeyas laicas del romanticismo. Tu sueño es una fiesta en la corte de Luis Catorce. Tu corona de laureles es la palabra excelsa y magna. Tu fundación está al margen de la historia. Tu albedrío es una mujer inhallable. Luz convida tu vaso de vino. Tu aire tiene el abrigo de un mendigo. Tu boca va soltando los aedos de la Odisea, al albatro latino de Baudelaire. Un nuevo cerco numantino es tu modernismo. Tu pueblo nicaragüense herido es la luz del alba de Julio César. La romana provincia gala es tu piel. Tu antro de perdición. Tu esquina de Buenos Aires. El péndulo de la muerte gira como una espiral en el centro de la revolución que no fotografió a Martí. Tu exotismo. Tu oriente por el vino se derrama en la fiesta del sincretismo pagano báquico. Tu juventud guardaba celosamente la tierra de los césares que los conquistadores nunca hallaron. Te gustaba vagar errante y solías por las noches en los laberintos de Creta andar para matar al imperialismo mientras dormía con la espada de Teseo. Con el azar que era una piel de tigre en celo anudabas el océano. Con Ariadna en duermevela arrojabas la soga para que no avanzara la frontera del norte. Tu misterio tan español. Dos manos francesas tenías para la lengua española. Te apoyabas en el león que era tu patria, tu infancia para contemplar desde allí el idioma lleno de secretos por develar. Tus poesías son como dos ventanas a punto de cerrarse por el viento, igual que las ventanas de tu patria cuando la revolución era inminente y la tierra estaba labrada. Fuiste cosmopolita y parisino. Embarcaste en el puerto de Palos para llegar a América. Asumiste el timón cuando América aún estaba virgen de palabras. Cuando todavía no se habían conquistado sus nombres. Eras católico y alejandrino por tu verso. La lengua buscaba la juventud y la cicatriz de todos tus viajes, porque eras el hombre que construía gramaticalmente su destino. Desde tu Torre de Marfil llegaban las cartas. Eras corresponsal en melancolía. Se te fue apagando la sonrisa. Las ganas. Lo materno que quedaba dentro de Managua. Al Fénix mestizo de las letras el sol se le iba quedando entre las estrofas. En los molinos de Alonso Quijano o Don Quijote iba el sol convirtiéndose en una araña. Y las geografías se desfiguraron en el mapa. Y las sílabas revolucionarias del modernismo quedaron tendidas en las trincheras de la guerra literaria que vendría. Tu vaso rajándose está en el borde por el sentimentalismo exacerbado, y la luna en el cristal mirándose la gordura. El olor agridulce a Managua campesina. De feudales oraciones iba abandonándose tu poema. Íntimo como un sueño el poema. La soledad decretó tu exilio. El verso caminó entonces por los desfiladeros de la penitencia. Tu tiempo al mar no llegó nunca más. Tu poema es el carbón con que Cortés incendió Tenochitlán. Ese mismo incendio vegetal ligó a Sor Juana a las estrellas. Esa misma generosidad templa tu vaso y te pone oscuro. Tu poesía es una princesa triste esperando el regreso. Al amanecer Solentiname repite su oración. Al amanecer tu verso hace cenizas el ritmo de los malos poetas que llenaron de perfume la crónica nocturna de tu escuela. Tu cosmética entibia el espejo de la ciudad que no se atreve a nombrarse. Ciudad que después convocó a Pablo Neruda para que la llamara pueblo. El derrame de tu música es el sonido de una patria huyendo del suplicio de Caupolicán. Las alas despliega el águila en el vértice donde acaba o empieza la América tuya. En un trozo de papel las palabras descienden por el simple hecho de ser como el arte que también se suele dar por amor. El alma, tan cercana al cielo como a la madre, a la tierra, está. El cuerpo tuyo: una conspiración contra la vanguardia porque tu universo está hecho de la dulzura fría del emigrado. Tu principio está tocando la dureza intelectual de Juan Ramón Jiménez. La melodía de tu elegía será griega porque tu melodía viene de Troya para acabar como un río en la desembocadura clara del futuro. La melodía tocada estará por la siringa del hermano al que le pediste la luz. Las campanas de la divinidad griega del todo suenan ya. El cuerpo de la literatura universal erotiza todos tus trópicos cuando te da su nombre para que vivas por ella.

El poeta hunde su cabeza en el hueco de sus brazos que descansan encima de la mesa, mira hacia fuera, escondiéndose, observa el surco de luz formado, la trama del alma, mira las estrellas brotar de la nada enlazadas como versos enamorados que aún no dicen nada, que aún esperan. El vaso derrama el deseo que fluye como una jornada de lluvia de Managua y la aurora tiene fiebre y tiembla y apenas es una brisa trayendo la mañana, trayendo la mañana y la noticia del matutino.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

La nervadura del silencio –Comentario a la poesía de Amalia Abaria*-

Por Santiago Ocampos

Amalia Abaria es una poetisa nacida para atar la memoria a su inspiración. Con sencillez, la palabra es ordenada por el esfuerzo del vaivén de las imágenes que van tomando, poco a poco, la premura del color hasta llegar al presente. Las metáforas intentan retener y volver a vivir sensaciones pasadas. Por medio del ritmo poético estos recuerdos se hacen eternos, dulces, semánticamente libres.

Ordenado por las emociones, y no por un orden cronológico, cada viaje al pasado se presenta como una ensoñación. El estado de ánimo está determinado por la posibilidad de detener el tiempo. Y cada respuesta vacía es una melancolía pasajera que se traduce en la necesidad de ser fiel a los detalles descriptos.

Los temas poetizados giran alrededor de la ansiedad, reflejada en la palabra, bajo una tensa calma. El silencio, aliado indispensable, es un rumor que cruza, con toda su nervadura, un espacio invisible donde mora el alma que presagia el instante y se derrama enamorada en la contemplación de las cosas.

Por medio de pequeños brotes significativos los gestos humanos como el llanto, son convertidos en el reflejo de un sentir que intenta describir la brevedad de un momento. Transubstanciada en una lágrima o en una casa, la poesía personalizada de esta forma, hace que sufrir, temblar o dudar adquiera connotaciones más profundas al identificarse con la realidad a la que la autora intenta dar existencia.

El tiempo es la búsqueda de una profunda interrogación sobre su sentido. Así, las imágenes de la infancia se suceden y se repiten hasta que el eco de la niñez devuelve su doloroso cuestionamiento al hombre adulto. “¿Donde estarán los ojos de ese tiempo/ del que ahora nos llega lejanamente nuestro,/ tan lejos de esta historia que graban las paredes/ y las manos altas”.

La naturaleza es un impulso a pensar sobre lo inefable y de aquello que apenas puede ser dicho o descripto. La contemplación del misterio, que nos mantiene vivos, crece a través de una suerte de ensimismamiento poético. Cada verso es colmado por la fragilidad ante la inmensidad. “Solo el viento hamaca definitivamente/su multitud infinita y parece, entonces/ un muelle solo y perdido”.

Amalia Abaria comprende la soledad del oficio de escribir y, a la vez, entiende con sabiduría que la vida es un caminar, un infinito sueño donde los recuerdos nos interpelan, nos sacuden para que despertemos. En sus trabajos poéticos su alma se extiende con todo el color de la vida y con desnuda paciencia convoca a aquellos silencios fecundos, pronunciados y vencidos “mientras la lluvia cae en nuestro pequeño mundo” para celebrar la palabra.

*Amalia Abaria nació en Buenos Aires, es Licenciada en Sociología y es una apasionada de la literatura y la pintura. Obtuvo diversos premios y distinciones por sus poesías y participó en diversos talleres literarios. Publicó dos libros de poesía “Del lado de la vida” (1984) y “Caminos” (2009). Para mayor información de la autora remitirse a su blog: http://www.amaabaria.over-blog.com/


Dedicado al Aguaribay

Con tu caudal de copa espesa,

con tus bordes de delicadas plumas pendulares,

con tu enorme curva de copa que cae,

llegas al perfecto mundo de la espera.



Como un manto de pequeñas cascadas, las breves hojas,

penden su silencio de árbol cóncavo,

como la sombra,

la sombra que abajo se derrama

y nutre la fina alfombra del suelo seco.



Si el pájaro busca su refugio

o cuando la lluvia late su honda transparencia

en las pequeñas ramas,

apenas la inmóvil forma se desplaza,

desgajándose apenas.



Sólo el viento hamaca definitivamente

su multitud infinita

y parece, entonces,

un muelle solo y perdido.

Amalia Abaria