Por Santiago Ocampos
Las hojas en blanco comenzaban a llenarse de nombres que eran ciudades que a la vez evocaban el olor a hierba cocida en agua hirviendo de la infancia. Olor a menta, a fosforescencia. Verdor que mancha. Epifanía del dolor. Empezaban a marchar al exilio las delicias que el tacto camino al norte imaginaba con los dedos. Hacia la Europa insular su deseo iba peregrinando por una cosmopista hecha con el dolor. Las hojas sin demora se llenaban de universidades, de mujeres jóvenes junto a un prado que hacían el amor por el futuro que les regalaba a cambio. Y rememoraba en su inventario literario el movimiento del viento contra la inspiración que crujía como una rama en la tormenta de la metáfora genial. Empezaban las palabras una a una a llenar el vacío de las almas de purgatorio. La morada del escritor era una herida abierta por el filo de un poema de Yeats. Cuchillada dulce, fría, de un pasado propio y compartido consigo mismo. Con los ojos llorosos nombraba el gentilicio de su origen. Una metáfora más y los héroes morían en el naufragio de la voz de la Irlanda que llevaban a cuestas. A Stephen Dedalus agazapado como un lobo hambriento el escritor le enseñaba la historia de sus abuelos. Y el estallido de la tinta, le plagiaba las conversaciones al tiempo. Revivía la osadía de marcharse de Paris temprano con la cabeza y escapaba a Irlanda. El escritor tenía el semblante de un guerrero. De un celta. De un muerto en vida. Cuando se sentía adolescente volvía del universo de Dublín y escribía su retrato en el vapor de la ventana. Obligaba a todos sus discípulos a conversar de Bloom, de Ítaca y de la forma de hacer el amor de Penélope. La perpetua conspiración de la palabra lo inquietaba. Con el andar épico de Whitman el escritor deambulaba ebrio por la cartografía de la Europa Continental. Cuando llegaba a Grecia le abría de golpe la boca y la obligaba al beso. Conocía cada uno de sus vestidos y edipos pero según parece la amaba más cuando se quedaba desnuda. La recorría interminables horas con los labios, toda la piel era la desventura de Ulises o Dublín descripta como el abrazo de una madre. Surcaba mares con la paciencia de un marinero por ver tierra. Los ojos verdes y al horizonte vástago de la niebla migraba al sentir la esencia del instante irrepetible. Inspirado, voraz, siempre se anticipaba al yo de carne y hueso, al hombre común que no era el fantasma. Arrodillado frente a la literatura, el niño del laberinto comenzó a madurar muy temprano y en el espejo una puerta abierta le indicaba la hora de la tarde, cuando el mundo volvía a girar para el escritor, el poeta, el inventor de libros, que iba de la memoria al presente, a la lectura diaria, al olor a mar de sus vicios literarios que lo hizo el intelectual de la leyenda, el ícono de lo indescifrable, de lo imprevisible, un ciudadano con derecho a voto en el país de “nunca jamás”.