Santiago Ocampos –Desde el Círculo de Escritores
del Comahue-
Que podríamos decir de Carlos Fuentes. No
restan más palabras en algún diccionario para dignificar su tarea, para
asemejarla. Quienes hemos compartido horas de lectura con alguna de sus novelas
sabemos de la genialidad de este hombre. Voraz encantador de verbos,
significaciones y reelaboraciones, de historias con personajes tan sencillos
como Laura Díaz o tipos de la talla de Artemio Cruz.
Partícipe necesario del boom latinoamericano
de los 60, sus novelas abrieron puertas y rompieron candados. Inspirado
por las musas desnudas de un país
hermoso y contradictorio que es México. Hinchado de preguntas intentó responder
en cada página, en cada accidente geográfico, en cada mar embravecido, las
respuestas a una cultura donde el indio y el europeo tocaron sus lunas en la
noche de las lágrimas de Guatemazín.
Entre sus manos pasaron muchos hechos
importantes que marcaron la humanidad para siempre. Pero los de la propia
sangre siempre tiran más. Por eso la Revolución mexicana tuvo su épica en los
soldados de Zapata por el sur y Pancho Villa por el norte. Y claro, Tlatelolco, la matanza de aquellos
jóvenes que protestaban por algo que tuviera que ver con lo latinoamericano y
no sonara a gringo.
Desde la Patagonia quisimos imaginarlo por un
rato entre nosotros. Con su voz y su aplomo de escritor fecundo, que no dudaba
de que estaba escribiendo para la historia, la nuestra, la de todos los días,
la de aquellos que están descubriendo como él, en la intimidad de sus
conversaciones, antes de cruzar un semáforo, que vivir sin escribir no se puede
aunque con decirlo no alcanza, hay que tener fiebre, pasión y sobre toda las
cosas agallas.
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