Andrei Rublev, Pintor Ruso del Siglo XV |
Por Santiago Ocampos
El agua en un recipiente corre. El agua las manos escurre. Las desnuda. Las pone invisibles. Transparentes. Las manos enfría. El agua sus brazos vuelca hacia fuera. Hacia los límites de la circunferencia metálica sus brazos alarga. Juega con las manos. Las ensaliva. Las calienta con su largo aliento. Refleja la vida del rostro fragmentado por la labor. Carne. Uñas, el agua disuelve. Al agua esas manos la tritura en pequeñas raciones de pan. Va tomando del color el agua la paciencia de la rutina. La herrumbre. El papel. El vacío. El oráculo. El agua zambulle a las manos dentro de su propio cuerpo. La luz estrella su asteroide contra el agua. El movimiento constante. Infame. Arrebatador. Hazañas románticas. Patriotas. El agua bate sus alas porque crece en ella el mundo. Partículas dulces de lluvia. Agua emperatriz. Torrente de azúcar. Cicatrizando la madrugada febril. Inundando el vasto territorio del artista. Espacio. Tregua. Sorbo de pintura helada. Amarilla. El agua teje el mapa de las formas subversivas. Geografía extensa y blanca sobre las manos. Un chapoteo provoca a todas las mariposas de su vientre. A su sed. A su historia tan corta de horas. De recuerdos. Armónica. Superficie árida. Las manos lavan su ternura con ella. La impronta de un sol magnífico en la tela lavan con ella las manos. Una poesía gotea moribunda en la punta de un árido pincel. Las manos y el agua se asemejan al infinito. A la proximidad del contacto con una piel. A la tierra. A la madre. El agua escurre el sueño y se mete en él para nacer en la realidad. Cura el silencio. El agua acaricia las manos. La ruptura de esas manos con las estrellas la vuelve a ella más tangible. Más cercana. Como si el juego consistiera en querer romper esa relación siempre. Como si el agua sucumbiera por ello. Como si el agua perdiera su existencia en el hecho literario. El agua absorbe la textura escamosa cuando pronuncian las manos el dolor de la ausencia. El agua es un banquete. Limpia la inocencia. Deshace la inspiración voraz del verbo. Se vuelve una mujer indecible que a las manos las sorprende al notar de pronto la viscosidad del tiempo embravecido corriendo a la desidia de la noche pasada. El agua golpea contra el metal todas sus extremidades al descubrirse desnuda. Pulcra. Tela de invierno en las manos de un aprendiz. Con fuego la delicia la eriza. Atravesando la carne con su puñal de luna el agua llega al alma de las manos. Hinchada de crepúsculo agónico va tomando el secreto. La dicha. La altura existencial del vacío. En la anchura del destino el agua muerde sus labios. Se espesa al sentir la cofradía carnal del color. Al sentirse sucia. Fulgurante. Agitada. Se esconde. No se deja. En la ardiente coyuntura del estío imaginado el agua expresa su ruego que suena al ruido ancestral de una sábana al estirarse en una habitación sin sombras. En la plenitud de la memoria el agua es un murmullo empalagoso. Tormenta blanca. Llana. Lisa. La compostura de la línea de una mujer el agua tiene. El agua deja su ropa al pasar su cuerpo entre las manos. El agua besa la espesa nubosidad amatoria. El agua es un río debajo de un puente trayendo el presente. El eco de una ciudad. El agua trae la ciudad a la ventana pintada. Las manos cobran sentido por el agua. El arte sucede detenido. Estancado en un cuenco. El agua tiene su propia poética. Su excusa para el encuentro. El agua baila en su propio pueblo de calles violetas. Baila porque es su ofrenda. Es el agua un carrusel girando. Un espasmo de infancia. Sus alas se desviven al abrirse en las yemas de los dedos de las manos. El agua es entonces un deseo tirado por dos mulas. El agua sus prejuicios confiesa cuando pierde su poesía sus rimas. El agua los soldados rinde. Se vuelve a entregar. A dejarse estar. Se alinea a los planetas del sistema solar. Se descuelga de los libros. Se enternece. Agua de márgenes profundas. El agua de pronto se viste de unicornio. Las manos se contagian con el brillo. Con la soledad del equilibrio tan frágilmente expuesto. En la fantasía el agua va tomando conciencia. En la desproporción del sentido figurado vuelve a su credo de agua. En su gesta revolucionaria el agua va dejando de ser. Va entramando su identidad. Va dejando caer sus montes acuáticos. Su hambre de contenido se apaga. Impacta contra la noche su cabeza. En su prisma el bosquejo de lo inmediato se rompe. Revoltijo de pintura y movimiento perpetuo. El agua bulle deshecha en un trapo y en la abertura del metal del recipiente desesperada reza mientras los jirones de su uniforme se desparraman sobre la inspiración del hombre que va apoyando en el dibujo su inmortalidad.
2 comentarios:
Revoltijo ordenado de pintura ajena
y maravillosas letras propias, Santiago.
¡Eres un buscador de esencias!
¡Saludos!
He leìdo este fluir lìrico del agua con mùsica de fondo de Vivaldi y me encantò.
Te sigo
Graciela
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