Por Santiago Ocampos
Las flores crecían en la cama. Alrededor crecían mientras el cuerpo dormía. Sacaba el sueño del vientre angélico. Voraces trepaban en las selvas del conocimiento. Surcaba los mares helados con sus brazos. Con la flexión de sus músculos las flores lo acariciaban. Lo rasguñaban. Crecían las flores cicatrizando el aire. El aire se volvía rico. Denso. El cuerpo volvía a salir de esos mares helados. De esa fría sensación del deseo comprendía toda la mañana al remontar vuelo. Al soltar el barrilete de la cama. Al despertarse y amontonar las flores y las estrellas contra la pared. Contra la suerte que giraba como una espiral. Abrir los ojos con las manos manchadas. Manchar los párpados. Agitarse. Volver al pulso de la noche. Antes del espectáculo fabulador de estrellas. Antes de apoyar las manos en el fuego. La mañana se caía del borde de la cama. Los lacayos abrían las cortinas. Coronaban el cuerpo. Lo mojaban en lavanda con un paño frío. Le recordaban la canción de luna llena. Eran pocos pero fieles. El campo se desbordaba en el verde. Se derramaba en un vaso de agua. El fondo cósmico. El resto de la noche en la saliva. En las nubes quedaba la sacristía del deseo. El corazón quedaba en las nubes cerca de la razón. Un grito descascaró una pared. Un sonido semejante al trueno. El techo resquebrajó su existencia de siglos. La caricia fue prolongada. Creció con las raíces. Con la imaginación. En el cometa pasó. En la siesta de la tormenta dibujaba el cuerpo. Se abrazaba. Se hacía así mismo. Soñando. Estirando los músculos. Naufragando en el impresionismo de los cuadros colgados. Antes de existir. Antes de amarrar las sogas a la filosofía del sueño. Se agitaba. Sudaba. Gemía. Una suave letanía de la infancia impregnaba sus oídos. Su dulzura ruda. Su inestable emoción. Sudaba copiosamente y el olor de las flores se mezclaba. Se transparentaba y se hacia uno con la tierra mojada que en cada primavera traía el sueño. Las sábanas se pegaban al cuerpo. Se encarnaban y se cortaban con las espinas. Con el jardín. Con el olor quebrado y humano de las flores. Respiraba. Rebalsaba su deseo. Su virilidad. La fortaleza era una poesía. Era un movimiento en el espacio imaginado. Una marea sobre las playas. Una honda ternura. Una nueva ideología. Y llegaron los aplausos que reventaron contra las paredes de la sala. Y los elogios no tardaron en llegar después. Y la palabra fue elevada por el poeta y el vino regó las calles de la literatura y se limpiaron de generaciones los cántaros donde almacenaban la miel los poetas clásicos. Y los aplausos tenían noches acuáticas porque tenían lágrimas. Y los aplausos se demoraron y los elogios tomaron condición. Y pasaron los días y el poeta tenía su nombre. Era un espacio. Una puerta abierta en un diario. Una paternal prudencia. Era un juego el azar de su inspiración. Una sonámbula llave tragada por el cerco de la rima. Un idioma al revés. Una geografía virgen. Un esperpento inclaniano. El poeta era diario de viaje de otro poeta confidente. Un Dublín ardiendo en la autopista de Cortázar. Un Aymara era el poeta metiendo adentro del cuerpo la luz solar. Centellaban sus palabras. Eran el camino vaticinado en un rito indígena. Todo eso era y mucho más. Tal vez Colón bebiendo el océano por sus venas. Una certeza infundada. La iluminación dejaba caer las flores. Con la primavera. Con las amapolas rojas. Casi divino por su sangre. En el pulso agitado sus lacayos interrumpían el sueño y los rescataban cuando estaba a punto de ahogarse en una fuente de oro. Se metían a las aguas vestidos y con los gabanes que sacaban del armario. Y despertaba y seguía intentando otra poesía. Otra poesía más lunar que terrestre. Un ángel lo aguardaba cuando volvía a abrir los ojos y volvía a sentir de pronto el murmullo de los aplausos que no eran para él. Venían esos aplausos untados de vino. De aceite. De femeninos flamencos. Y las flores eran barridas por el viento. Por el abandono. Por el paso del tiempo. Por las crónicas de los primeos andaluces de Buenos Aires. Las flores se enternecían en la piel. Crecían con él mientras exhalaba la poesía. El futuro inhóspito de los que no saben que viven allí. Cegados por el presente. Austeras sus palabras. La soledad invadía y mostraba sus papeles escritos en el verano. Abrasaban la piel las flores. Harapiento. Andrajoso. Casi desnudo. Sin nubes. Sin el galope tierno del sueño y el desembarco a caballo a las tierras del otro mundo. Del real. Del que intenta llegar al sol como Ícaro. El mundo desfila su sensación arenosa. En la heteroglosia el mundo se desentiende. Se despierta. La ropa hecha jirones. El vino malo en el aliento. Las venas más frías que ayer. Las escaleras escarchadas. La mano extendida. Callada. Los pies descalzos. Las flores caen al estallar el silbato de un tren que no pasó. Que apenas incendió la noche con su humo. Tan real es ese tren como la cicatriz abierta en las páginas del libro. En el libro esa cicatriz va abriéndose despacio. Va tomando la sombra del autor hasta sentir que camina en el aire. Invisiblemente el lector también camina con él en el aire y respira a salvo al rodar por su olvido. Y las monedas giran en círculo sobre el pequeño charco de la vereda mientras el sueño agonizando está en el movimiento casi humano que intenta traer la madrugada.
3 comentarios:
Santiago Ocampos sos una metáfora tierna, escurridiza, llena de vocales, cercana al amanecer. Sos el cuento que nos lee el angel de la guardia todas las noches.
Saludos afectuosos
Sin dudas un texto complejo que nos arrastra si no nos ponemos del lado de la frase corta que relata uno a uno los personajes fantásticos del sueño. Despacito puedo desgranar tu metafórico laberinto pero no me deja llegar a Garcilaso . Me detiene en tu musa que despliega un torrente de palabras. Tiene razon Nacho, nos acunan
hermosa reflexión sobre la inspiración. Me gustó tu blog. Te sigo. Un saludo
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