Por Santiago Ocampos
Arrastraba el alma, entibiada tras una infancia prematura de palabras y versos de nieve, de la política a la pequeña Francia que armaba de memoria con todas sus ciudades y accidentes en el exilio, con todas sus fronteras, sus montañas y sus mares violentos por los nuevos pensadores que hacían redoblar la sangre, presto siempre a una batalla intelectual con los fantasmas del amor, la teoría, la capacidad de poetizar de la nada, admirador del orden y precursor de las balas del romanticismo que ya poblaban Europa de sombras y leyendas medievales, entrado en años siguió clamando, trocando las palabras por la soberanía de reyes viejos, de príncipes herederos, cuestionador, sonámbulo, encantador de idiomas, Jean Jacques Rousseau por la cuesta del delirio y entre las sábanas de mujeres decadentes, con más contención que unos pies fríos, deambula Jean Jacques Rousseau por los poblados cielos de la historia con prisa y sin prudencia desertando de los ejércitos de la locura que lo asaltaban cuando contaba los años que le quedaban a la revolución después de los jacobinos, morir sin soñarla y sin ver el juicio de los inocentes, morir sin tantearla en la húmeda caricia de otra mujer cualquiera menos enamorada aún, más blanca, más previsible que le dibujaba con la boca, en las líneas de sus manos, las imágenes de las tertulias, las horas sin comer, los bailes de Versalles, el escritor Jean Jacques Rousseau gritaba hasta alcanzar las estrellas con las que iluminaba la pequeña sala hasta que el aliento impregnaba la ventana y la luz del escritorio anunciaba el fin de la práctica militar de la escritura y la noche dejaba su lugar a la plegaria aprendida, en la soledad de las oraciones que repetía de niño sin tropezar siquiera una vez, cuando todavía era libre y conciliaba el cansancio del cuerpo con los interminables viajes de Aristóteles en el mapa antiguo, que desplegaba su padre, el otro, sobre la pared, antes de crecer y partir en busca de las convenciones sociales, de los compañeros, de la sociedad, del abrigo de una mujer y de las armas empuñadas, antes de tomara la Bastilla y marchar más tarde a las campañas grandiosas de Napoleón con los ojos llorosos y tener que explicar en mitad del camino y en un pizarrón sucio, la teoría política a los soldados hambrientos y vencidos que leían con los uniformes rotos como se iban hundiendo los tesoros de un país que alguna vez lo confinó al destierro y lo obligó a pactar con el amor que proclamaba su propia voz que se perdía en el vacío de la soledad, para no sentirse indefenso, sin fuerzas, arrojado a los perros hambrientos del tiempo.
2 comentarios:
Le tocó vivir una época muy turbulenta… Pero nunca dejó de ser grande para traspasar la historia… Buen escrito. Muy bueno!!!
Un fuerte abrazo.
un gran saludo hasta esas tierras lejanas.
me gusto tambien la musica.
chau, feliz año.
Publicar un comentario