domingo, 12 de febrero de 2012

Niño poeta

Por Santiago Ocampos


Con la penumbra entre los dedos
 el sendero de la inspiración es una promesa
 la noche rota de frío en la ventana
 un pequeño augurio el aliento del trabajo
Intento de principiante,  panes duros, platos vacíos
Contra la mesa un ruido anterior de almendras partidas
 un hondo olor a ropa vieja invade el fuego
la nada es una mirada que la precede
Mientras cae la oración sobre la madrugada
un niño juega a ser poeta en el futuro. 

jueves, 8 de diciembre de 2011

Sobre el compromiso del lector - Pensamientos del año que pasó

Por Santiago Ocampos -CEC-


En un año atravesado por las elecciones políticas, la crisis económica de Europa y la Cumbre sobre el Cambio Climático de Durban, la poesía fue tapa de los diarios mundiales. La obtención del Premio Nobel por parte de Tomas Transtromer , sueco, poeta y Nicanor Parra,  el “antipoeta” chileno que obtuvo el Premio Cervantes a sus 97 años.
La literatura como fenómeno comunicativo de la belleza, ha estado siempre dividida por las aguas de quienes  propugnan un fuerte compromiso social y quiénes se han mantenido al margen. Las acusaciones de ambos contendientes han originando excelsos momentos poéticos. Pienso que un hombre que recibe el don de la palabra debe estar a la altura de su tiempo, ser fiel con aquellos que, de alguna forma misteriosa, son la esencia de sus cuentos, novelas o poesías.
Podría mencionar a Vargas Llosa, a Mario Benedetti, a Pablo Neruda, a Rubén Darío, a José Hernández, a Naguib Mahfuz, a  Juan Gelman, quienes con su constante hacer y deshacer palabras fueron formando mapas políticos en sus escrituras. Dibujaron estrategias y llevaron sueños al pueblo como las mujeres, que en muchos lugares de África, llevan sobre sus cabezas el agua para sus quehaceres domésticos.
Si bien la tarea de un escritor no es necesariamente la de tomar una bandera política. El poeta es un hombre que responde a su comunidad a través de las diversas cosas que escribe. No sin perderse, a veces, en el fuego de la inspiración, su pensamiento plasma todo aquello que percibe en el contexto en el cuál escribe. Miedos, inseguridades, hechos históricos, crisis económicas pasan y se transforman en las manos de los aventureros de la palabra.
En mayo, en la Feria del Libro, en la que participamos varios escritores amigos, observamos la gran cantidad de personas que asistieron. Hormigas que recorrían, que palpaban, que olían entre las imágenes y las letras. Acercarse a la lectura, a los libros de papel,  a los electrónicos, nos conecta con la existencia. La literatura es un fruto humano porque es hermana de la solidaridad, del quiero y del puedo. Reconoce al hombre en su dimensión trascendente.
El Círculo de Escritores, cada año afianza su compromiso en pos de la cultura y el desarrollo local. Sin circunscribirse a banderas políticas, actúa en Cipolletti y en la región como una asociación intermedia que permite a cada uno de sus integrantes, expresarse libremente y manifestar sus inquietudes artísticas. Actividades en las escuelas, en comedores infantiles, permitió constituir a la literatura una portadora genuina de valores abriéndole las ventanas de la imaginación a los jóvenes cipoleños.
Asumiendo con valentía la tarea de nombrar planetas, geografías, realidades humanas en un mundo donde priman los discursos vacíos, las falsas promesas y la velocidad,  practicar la poesía es al mismo tiempo un ejercicio de amor, un acto de cordura,  una esperanza encendida. Creemos en esto y por eso escribimos.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Alejandro Zambra

Por Santiago Ocampos


Alejandro Zambra va transformándose él en una noche oscura a medida que avanza su narración, va partiéndose como un pan,  hundido sin remedio por el sueño desganado de su inspiración  que despierta para llevárselo  a la escritura, para tomarlo, para beberlo, para dejarlo sumergido en el agua dulce de las estrellas que descienden de su boca joven,  río nocturno, con la delicia a cuestas parte de un beso, de un encuentro o de múltiples encuentros con la memoria, inventa caminos para arrancarle a la historia sus monstruos míticos, Alejandro Zambra escribe así, a tientas, con coraje, abriendo puertas una detrás de otra, como si fuera él el dueño de casa y hace un relato, una versión de los acontecimientos, y entonces es un árbol y también una mujer de  brazos largos que junta con él las hojas que el pensamiento de una generación deja caer al suelo, la forma encuentra el verso preciso por eso Santiago de Chile es una fiesta de repente cuando el escritor apura el trago, el vino y une a la mujer con la palabra para no llegar tarde a la cita, el deseo es una  luna a punto de estallar en la ventana de una época que se tragó poetas,  canciones,  ideologías y la niñez del escritor mismo, en la espera, en la desazón, en la profunda decepción de esperar, la mujer  trae a la vida, la justicia, las ganas de volver a escribir, de vivir, pero Zambra no la hace llegar a tiempo y por eso esperar se transforma en un acto privado, en algo que no puede callar por dentro ,  el amor es un movimiento que no cesa, es un ciclo, una celebración, algo vivido antes y para pasar la noche recuerda la sensación, la piel, Zambra escribe abriendo el cielo, abriéndole  las ropas con desesperación a  la literatura como un amante que ha esperado demasiado, la besa, la explora, la desarma, la recorre quedándose sin aliento y se atreve a hacerla suya abandonándola, dejándola sin dibujos ni mapas,   Zambra intuye el abandono y se anticipa a ella y por eso la hacer crecer, la corta, la viste de la imaginación de sus plantas, de sus días grises, de sus alamedas, y la inunda con agua de lluvia, y la hace inigualable, relato corto, lecho tendido, intimidad para hacerla desaparecer por sus dedos, dejándola libre por la historia chilena, con el violento rugir del Mapocho de fondo, Zambra escritor de libros lee y escribe con el silencio que dejan los vidrios después de caer, con la voz que le queda al hombre después del goce, después de dormir a solas con la literatura sin sábanas, con el alma temblando tomándose de la nada para no perderse en los laberintos de la realidad y sobrevive recordando ser un niño que un día juntó las hojas en una plaza de centenarios árboles que le perfumaban las ausencias y lo dejaban tocar la madrugada que sabía a color café, esa tarde única que aprendió  que a veces hay cosas que no tienen explicación.

sábado, 8 de octubre de 2011

El ruido de la palabra - Tomas Tranströmer, Premio Nobel de Literatura 2011-

Por Santiago Ocampos

Tomas Tranströmer es un poeta desconocido para la mayoría de nosotros. No sin cierta prudencia, luego de conocer la noticia de la adjudicación del Premio Nobel, empezamos a adentrarnos en su mundo, en sus palabras, en su excepcional forma de construir las imágenes, reflejando con mucha naturalidad un mundo interior que se presenta como un camino hecho a machetazos y minerales extraídos a cielo abierto.

 El escritor teje el ruido poético interior con paciencia logrando una forma de escribir distinta. Con temor y con elementos propios de su Suecia natal proyecta así una melodía única. Su poesía es un mar de significados que rompe contra las rocas de la realidad, partiendo de ella con los navíos personales, mar adentro del alma.

“Despertar es un salto en paracaídas del sueño”. Así, con destreza marca el paso del tiempo onírico al tiempo real para descubrir la fragilidad de nuestro cuerpo sujeto a las circunstancias históricas. Psicólogo de profesión, Tomas Tranströmer reconoce el peso de la existencia en el hecho mismo de despertar, de mirarse en un espejo. La vida de todo hombre es una constante búsqueda por hallar un sentido a aquello que percibe. Quizás allí es donde el poeta encuentra una justificación al oficio de nombrar aquello que no tiene nombre.

A pesar de la sencillez de la palabra comprenderlo requiere un arduo trabajo por parte del lector. Las imágenes suceden una tras otra en sus trabajos literarios, encadenadas en forma de torbellino al ritmo que la memoria dicta. Al igual que Ingmar Bergman, el genial cineasta sueco, retrata la visión del viaje de la vida y el paisaje de Suecia, frío, austero, de aguas torrenciales, de poco sol, que se confunde sin querer con el devenir de la conciencia.

La Academia Sueca este año premia la labor poética, tan denostada en un mundo donde prima la velocidad, el mensaje de texto por encima de la reflexión del hombre que se levanta, toma su abrigo y trabaja y, por sobre todas las cosas, se enamora. Razones, que Tomas Tranströmer asume con coraje, cuando lo invade la urgencia del abrazo que comparte en su testimonio con la condición humana.

martes, 20 de septiembre de 2011

Ensayando a Montaigne -Crítica Literaria de "La Muerte de Montaigne" de Jorge Edwards

Por Santiago Ocampos


Jorge Edwards se hunde en las fauces de la historia de Francia, con sus vestidos, sus olores, sus comidas y sus blasones para rescatar, de las ciénagas, la figura de Montaigne, un filósofo, un profeta, un lector audaz, capaz de sostener su fidelidad al Rey Enrique IV aún cuando le manifestara su negación a servirlo.

Los tiempos se mezclan. El presente del autor, del protagonista, del país galo, para hallar en cada palabra, un indicio, una posible configuración de cómo eran las tardes del Señor de la Montaña, que dedicaba eternas horas al estudio y a la escritura, en su habitación por donde veía los destinos de su patria.

Llama la atención del lector, la forma en que está escrito este libro. La estrategia narrativa se encuentra a caballo del ensayo poético, político y, en algunos aspectos, hasta parece una novela. Las páginas están perfumadas, por la admiración despertada del escritor que describe una época, en la que empezaba a avizorarse el pensamiento de la edad Moderna. Con aguda prolijidad, el monologo interior, impuesto como ritmo narrativo, no cae al vacío.

El amor mueve las hélices del relato. La relación de Montaigne con Marie de Gournay, una joven de 22 años, que hacia al final de la vida del maestro, lo hará renacer. Desvelado por la prematura belleza, inalcanzable, el hombre construye desde la palabra y con los restos del amor que quedan en las sábanas, una nueva fiebre que lo consumirá lentamente.

Hombre de mundo, de paisajes, diplomático y conocedor, como pocos, de la naturaleza humana, este filósofo va dando pasos de otro tiempo según el escritor chileno quién lo ve como su alter ego. Hijo de las guerras entre católicos y hugonotes, su memoria se desangra en la más absoluta desazón en la noche de San Bartolomé en 1588, cuando cruza las venas abiertas del Sena

Con un pie en ambas religiones, Montaigne, afiebrado por el ardor de su pluma, busca en un país revuelto por las armas y por la sangre inútil, su propio rostro, su identidad, el país verdadero del que se arrogan los enviados de Dios. Aloja al Bernés, al futuro Rey de Francia Enrique IV en su castillo para instarlo a seguir el camino certero de una paz duradera.

Mientras prepara su lecho de muerte siente oír, en sus últimos momentos, las espadas batir en los campos franceses. Inspirado por el recuerdo desnudo de Marie de Gournay,  deja a los hijos de la posteridad, a cada uno de nosotros, su legado, sus ensayos, sus  testimonios, sus impresiones, su buena fama de intelectual comprometido que brota después de permanecer en silencio varios siglos.

Los protagonistas de esta novela son tres. El mismo Montaigne, Enrique IV que de alguna manera representa la esperanza y el morir  de lo que soñó el pensador y Jorge Edwards que decide emprender un viaje interior autobiográfico para marchar, con la imaginación, por los caminos y las mujeres hasta encontrarse sentado en el escritorio donde su admirado personaje donaba todo su ser.

La columna vertebral de este libro es un recorrido apasionado, en la que el autor emprende, bajo la tutela de su ancianidad, una reflexión profunda de su propia escritura, partiendo de las cicatrices de su vida, tan parecidas, tan vividas, tan misteriosas como los últimos años de Michel de Montaigne que describe en posesión de las manos de una mediocre escritora, Mary de Gournay, su amante, su discípula.

miércoles, 31 de agosto de 2011

La niña y la anciana


Por Santiago Ocampos

La noche es un galope de caballos que cruza los cielos, con todas sus estrellas oliendo a lluvia, a frío, a algodón, oliendo a ternura, a jardín florecido, a ángel batiendo alas, la noche cae de algún vértice hacia ellas, la anciana y la niña que revisa día tras día sus signos vitales, sedientas de palabras, extienden el perdón sin pronunciarse, una de ellas que tiene una vida que contar extiende su mano, sus cicatrices enteras, gordas, afiebradas iluminadas por el mismo instante, único, irrepetible, mano que apenas roza la otra, la de la otra orilla, de la que reza, que invoca su cansancio, su dulzura, sus días sin dormir, la de los niños que alimenta y no es más que una bendición que la noche teje, esa otra orilla, esa mano joven sostiene las ilusiones, el futuro, el amor, también calla, también se sumerge y la escena es ahora una voluntad de palabras sacrificadas, sin colores, sin celebración, que abrigan esta significación breve en la vida de ellas, esta ebriedad de la vida humana que pasa sin gritar, sin huella, sin epopeya, sin más coraje, se escuchan gritos a lo lejos, batallas que otros libran y no pasan por la historia, todo huele a corazón en alcohol, hay paredes que se derrumban y la tierra que al moverse deja caer de boca la noche sobre su cuerpo, pero lo que importa ahora son dos mujeres que no escuchan lo que sucede fuera de la habitación, que no olvidarán, que dejan allí la vida, una de ellas está acostada y  toma la mano de ella, la aprieta fuerte, en la lumbre son apenas dos sombras a pesar de toda la luz estridente en la sala, son dos sombras, dos mujeres echadas a la suerte de un vuelo, de un presagio, como figuras recortadas, ella y ella suspendidas en la nada, en el espacio, en la historia que no quedará registrada, bajo ningún nombre ella acostada y ella sentada mirando con los ojos del que se queda, joven, temblorosa, tomadas del cielo, acariciando lo inasible, lo fugaz,  sin cruz, sin testigos, ella y ella aferradas a sus propias vidas, a sus soledades, a sus promesas, a las pocas lágrimas que quedan por caer, una de ellas va cayendo con el peso de sus años hacia el infinito, hacia el misterio, con las preguntas sin respuestas, ella y ella sin pedir permiso, mirándose los ojos, tomadas por la noche que cae con más prisa y un silencio que estalla entre sus manos, una distancia se abre entre ellas ya y la prudencia le impone a ella y a los que sobrevivirán la piedad de los que quedan de pie frente a lo insondable.

viernes, 19 de agosto de 2011

Imaginación

Por Santiago Ocampos


Imagina. Corrijo, imagino. El ángel le sirve el tazón de la vida. La acomoda en su silla. Le muda la voz al sueño de ayer y de hoy. Le presta las alas, un rato, para saltar en la soga del tiempo perfecto. Ese tiempo que solo vive del momento. Que juega en la infancia hasta que, la pedrada de la inocencia, lo hace desaparecer. Ella besa el vientre, su lágrima lo hace dormir. Le acaricia el silencio del futuro.

Hay horas, libre albedrío. La ternura improvisa. El caliente sabor de la leche aprieta con firmeza el destino. Es  dos mil y tantos, no importa. Sucede. El cielo va cayendo en el llanto, va salpicando de estrellas el cuerpo, los abrazos, el paraíso, al quejido empalagado de aire fresco, de perfume rico. Un parto de algodón, un poeta guardando la palabra en el cajón de la mesita de luz.

Y ahora baila, mueve las manitos. Toca la mirada, al sol de los ojos de su madre. Habla y susurra, intenta abrir la puerta. Salta y juega con el beso de la noche, que es un unicornio pisando en la llanura fértil del regazo cálido de los abrazos del misterio.

Sueña ella, ebria de cotidianidad irremediable, no lo sé. Sentada, en la ventana, mira la calle. Cae de la escalera, del caracol de la palabra. Vuelve, viene, se acerca, improvisa. Rompe las hojas del libro, lo vuelve a escribir. Se acerca. Llora. Espera. Santiago anuda una sinfonía de quiero y puedo. De caprichos solubles en mamá.

El árbol crece. Se enreda, atrapa el amanecer. Lo consuela. Le muerde la boca, lo calla. Lo alimenta, el poema va naciendo en esa unión de símbolos. Va subiendo la escalera, el árbol, ella, el amanecer, yo. Abro los años, lo invisible, lo indescifrable. El vino se derrama. La comunión, la iglesia, el creyente. El sudor gotea y moja el piso. El poeta sentado, reza o mejor aún imagina que dice.

Ella, la flor, abre la ventana. Deja entrar al ángel. Llora. Una primavera se columpia, otra vez en el posible imposible. En la conclusión, en la ruptura. El frío limpia la tierra. El silencio se vuelve tenue. El espejo, los laberintos, la totalidad es aún incipiente. El corazón recupera el afecto. El amor, se derrama en la casa como un río nervioso, como sueña día tras día, palmo a palmo, tratando de conquistar su alma, el poeta.