Por
Clarice Lispector
Es
tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno
intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar
un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de
mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la
desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene
vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha:
ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación
del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo
alcanzarla.
Es un
silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es
terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una
puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está
vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira,
la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece
todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad
que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del
silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de
la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero
este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de
los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con
esperanza por las escaleras.
Pero
hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de
la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El
corazón late al reconocerlo.
Se
puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para
siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el
sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio
el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a
responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu
silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio
te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las
justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la
indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser
perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta
que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces,
si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los
únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la
oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío
tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara
tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie
puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más
tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y
de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a
la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo se escucha en los
oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta completamente desnudo, no es
comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el
pequeño silencio.
Si no
se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente
al silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro
de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos
cosas que no se ven en la
oscuridad.
Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer
elemento, la luz de la aurora.
Después,
nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos
se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio
de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después
de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se
asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.
Pequeña Biografía
Clarice
Lispector, narradora brasileña nacida en Ucrania en 1920, de pequeña
se trasladó con su familia a Recife. Después se instaló en Río de Janeiro,
donde estudió derecho. Estuvo en Nápoles, trabajando en el hospital de la
Fuerza Expedicionaria Brasileña, y después en Suiza y Estados Unidos. Su
primera novela, escrita a los 24 años, Cerca del corazón salvaje (1944)
la hizo merecedora del premio Graça Aranha. Después de publicar La manzana
en la oscuridad (1961), despertó el interés de la crítica literaria, que
la situó, junto con João Guimarães Rosa, en el centro de la ficción de
vanguardia. En el contexto de la nueva literatura brasileña, su obra se destaca
por la exaltación de la vivencia interior y por el salto de lo psicológico a lo
metafísico. De su vasta producción literaria, desde La ciudad sitiada (1949)
hasta La bella y la bestia(1979), merecen recordarse los cuentos Lazos
de familia (1960, traducidos al español por Cristina Peri Rossi en 1988), La
legión extranjera (1964), y las novelas La imitación de la rosa (1973), Agua
viva (1977), La hora de la estrella (1977) y Un soplo de
vida (póstuma, 1978). Murió en Río de Janeiro en 1977.
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