jueves, 31 de enero de 2013

EL LIRÓFORO DE LA MELANCOLÍA –Breve crítica a la vida y obra de Rubén Darío-


Por Santiago Ocampos

Rubén Darío es conocido por haber iniciado el modernismo, ese movimiento literario cargado de cisnes y lleno de preciosismos. Como todo hombre público, diplomático y periodista, tuvo sus detractores que se encargaron de darle una mala fama. Algunas atribuciones están cargadas de prejuicios. Es al día de hoy que este poeta constructor de neologismos, es sujeto de prejuicios por muchas personas que intentan abordar su lectura.
Para comprender la obra del genial poeta, debemos indagar en profundidad sobre la cuestión hispanoamericana. Octavio Paz, Premio Nobel mexicano, escribe en El peregrino en su patria, un ensayo titulado Pasados donde describe y, no con cierta polémica, que la Conquista de América fue una traición de los propios dioses aztecas.
 México es un país poseedor de una doble violencia imperial y unitaria: la española y la azteca La principal característica del modernismo era la impronta americana de los que cultivaron ese estilo José Martí, Leopoldo Lugones, José Asunción Silva. Todos eran hijos del mestizaje.
Otra de las grandes influencias que conoció el escritor de sonetos y otras excepcionales composiciones, fueron los llamados Poetas Malditos. Llamados así, tras un ensayo titulado de esta forma, de Paul Verlaine donde se describen a 6 franceses que incursionaron en la escritura y la revolucionaron. Entre los mencionados el más destacado es Charles Baudelaire. Conocieron los honores, la marginalidad, la miseria y el abandono.
Y en tercer lugar hay que mencionar la patria de Ruben Darío. Nicaragua es un país geográficamente hermoso. Antes de que llegaran los españoles con sus caballerías medievales, vivía Nicarao, el señor de los Quirianos, “los dueños de los del agua de aquí”, en Náhuatl, la lengua del imperio azteca.
A lo largo de su historia, son constantes las invasiones norteamericanas. En la década de 1850 se instala un gobierno de Estados Unidos llamados los filibusteros que son expulsados en la Batalla de San Jacinto.  Hay un constante devenir de gobiernos liberales y conservadores que se suceden tras enfrentamientos violentos.  De 1936 a 1979 gobiernan los Somoza quienes son derrocados por la Revolución Sandinista para luego instaurarse, definitivamente en 1990, un país democrático, que tras elecciones, consagró a Violeta Chamorro.
Tras un breve recorrido histórico, y retornando a 1880 donde encontramos al movimiento modernista, influenciado por la historia de América Latina,  la poesía francesa y de alguna forma por ese olor a lluvia y sangre que trae Nicaragua en lo más hondo de sus raíces. Rubén Darío definía este estilo nuevo como la forma de “aprisionar el secreto de la música en la trampa de plata de la retórica”.
El español es reivindicado como un mundo de sonoridad y a la vez hay una declarada búsqueda de la originalidad. El crítico español Juan Valera dice que es un movimiento anarquista. Se retoma el verso alejandrino medieval. Neologismos como liróforo (poeta), cultismos (úberrimas), tecnicismos artísticos, voces exóticas, barbarismos.
El antimodernismo fue muy cruel. Tildaron al poeta nicaragüense de alcohólico y hasta de homosexual. Poseedores de un sentimiento galofóbico crearon obras de teatro para burlarse. Leopoldo Alas Clarín decía “tiene el tic de la imitación y escribe por falta de estudio o sobra de presunción. Sin respeto a la gramática, ni a lógica”.
Félix Ruben García Sarmiento su verdadero nombre fue un niño prodigio. A los tres años aprendió a leer y sus primeras lecturas fueron el Quijote, las obras de Moratín,  Cicerón que sacaba en las horas de ocio del armario de su abuelo.  “Yo nunca aprendí a escribir versos, ello fue en mi orgánico, natural nacido”. A los 13 años publicó su primer artículo en el diario El Termómetro. Rápidamente fue el poeta niño y se convirtió en la atracción de políticos que incentivaron y costearon sus estudios.
De refinada y exquisita sencillez, encontramos en sus páginas una historia única, la verdadera, la que late a la espera de un hombre capaz de conducirla al mar de la memoria colectiva del pueblo. Con conciencia de esta situación, en la soledad de sus pensamientos, imaginaba que llegaba la triste princesa vestida de boda para fundirse en él y hacer un nuevo hombre de la mixtura de la sangre y el verbo.

miércoles, 23 de enero de 2013

Silvia Hopenhayn

Usualmente los escritores somos de hablar mucho, tanto es así que escribimos muchas veces con las palabras que sobran de las sobremesas políticas, familiares o aquellas que quedan al borde del amor.


por Santiago Ocampos
La Feria del Libro es una de esas ocasiones para intercambiar palabras, oraciones, y gestos de admiración en las que es bueno dejarse llevar.
Recuerdo ese sábado, ya iba siendo una costumbre el dormir poco. Son 10 días donde uno apenas cierra los ojos para volver abrirlos. El cansancio se siente más al inicio de la jornada que hacia el final. Como primera experiencia, en materia de organización, las cosas salieron bastante mejor de lo que uno pensaba.
Silvia Hopenhayn y su marido Carlos García son dos personas entrañables, maravillosas. Parecen reír y cuentan la epopeya del viaje, esta vez en mi memoria. Escala inesperada del avión de ida en Bariloche, y las interminables horas de viaje contadas con amabilidad y con el permiso por empezar otra historia. El escritor entra y sale de espacios nuevos materiales o inmateriales, los reconvierte, conquista aquello que no se ve, o bien que no se quiere ver. Va más acá o más allá según las circunstancias. La escritura es moverse, saltar, reconocer mil veces.
A todo esto me parecía poco creíble estar con tres personas tan increíbles al mismo tiempo. A Silvia la conocía de la tele, de las entrevistas de Canal á, asombra la delicadeza para esgrimir la palabra precisa. Me encontré un momento con muchos recuerdos que fueron abruptamente apagados por el hambre de Juan Sasturain que pugnaba por un lugar para comer un buen bife o al menos algo similar al deseo de las poesías que nos leería al día siguiente, pero eso es otro relato.
En el almuerzo compartimos más y más palabras acerca del amor, el vino, los frutos rojos y otras cosas cercanas al psicoanálisis nuestro de cada día. La vida está siempre más cerca de la poesía que de la propia realidad cuando nos obligan a saltar calles en días de lluvia o cuando guardamos en un frasco rayos de sol para seguir creyendo. Lo bueno es tomar conciencia de los privilegios que a veces, sin merecimiento, tocan y como vienen no se pueden rechazar, hay que pasar y punto.
Luego los acompañé hasta el hotel. Los cuatro parecíamos vecinos de la ciudad comentando y profundizando más sobre diversas e interesantes cuestiones del psicoanálisis y Juan Sasturain me daba consejos sobre la función pública y hablamos también de literatura, porque en ese momento éramos parte de ella, hablábamos de ella dentro de ella, como un niño se comunica con su madre dentro del vientre.
Al llegar al hotel los despedí hasta más tarde. Silvia es una mujer que encuentra las palabras, no necesita buscarlas, siempre son ellas las que la ven y la siguen, a veces son preguntas; trabaja la literatura con la paciencia con que se extraen las semillas de un fruto, una a una las semillas van encontrando sus manos y no al revés. Como un barco es arrastrado a la orilla por las olas, así van las palabras a ella y ella, al igual que los bardos de la Antigua Grecia, luego de encontrar todas esas palabras, las devuelve al mar para que sigan viviendo, saltando como peces de colores iluminados, indefensos, alegres.


viernes, 18 de enero de 2013

La memoria es una materia exquisita

Por Pablo Montanaro

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/subnotas/8128-1764-2012-08-05.html
Juan Sasturain y Pablo Montanaro en la 9na Feria del Libro de Cipolletti


Esos días de infancia y adolescencia que Osvaldo Soriano vivió en Cipolletti –ciudad rionegrina a la que llegó junto a sus padres en 1953– fueron decisivos en experiencias vividas, imaginadas o soñadas que después terminarían en sus libros.
Desde la esquina de Alem y Mengelle, bajo la sombra del peral que inmortalizó en el cuento “Rosebud”, El Gordo o El Chueco –como le decían sus amigos cipoleños– soñaba con llevar el número 9 en la camiseta de San Lorenzo de Almagro, ser relator deportivo a la manera de Osvaldo Caffarelli, Fioravanti o Alfredo Arostegui, mientras dejaba la escuela industrial para deambular arriba de su moto por calles y bardas de cara al viento y el frío patagónicos, y comenzaba a discutir con su padre acerca del futuro, del país “que no tenía remedio” –según aquel empleado de Obras Sanitarias que era su padre– y de aquella Argentina de la Revolución Libertadora, con proscripciones y proclamas que afirmaban que no había “ni vencederos ni vencidos”. En ese “verdadero Far West”, como definió a su pueblo, Osvaldo junto a sus amigos querían madurar pronto y triunfar “en alguna cosa viril y estúpida como las carreras de motos o el fútbol”. Su infancia fue un territorio sin literatura, donde en la biblioteca de su padre se amontonaban gruesos volúmenes de temas técnicos, intrascendentes para quien buscaba en las páginas de El Gráfico su destino de goleador o ser un audaz aventurero de las historietas que le ofrecían las revistas Fantasía, Misterix o Rayo Rojo.
Cipolletti, Allen, Barda del Medio, Neuquén y Plaza Huincul, entre otras ciudades, con el tiempo se convirtieron en los escenarios donde transcurren sus mejores relatos y novelas. La presencia de su padre, la infancia y sus juegos, la primera novia y la pasión futbolera se despliegan con intensidad, en la que no falta la épica y el humor en los textos del libro Cuentos de los años felices. Allí parece estar condensado aquello que podría denominarse “realismo mágico patagónico”.
Osvaldo Soriano: Los años felices en Cipolletti. Pablo Montanaro Ediciones Vigilias, 2012 92 páginas
En el jardín de su casa, en la esquina de Alem y Mengelle, todavía está erguido, entre otros árboles, su “Rosebud”, que en su última visita a la ciudad lo llevó a confesar, acaso conducido hacia su propio Aleph, que “podemos borrar o confundir las huellas de una vida, pero las llevamos a cuestas”. Y descubrió que lo que contaba no era el árbol sino “lo que hemos hecho de él”.
Sus amigos de aquel tiempo, sus compañeros de intensos partidos de fútbol e interminables cafés, volcaron sus recuerdos y anécdotas en este libro que recrea la vida de Osvaldo Soriano mucho antes de que se convirtiera en uno de los escritores argentinos más leídos y populares.
Seguramente a esos amigos Soriano dedicó las palabras finales del cuento “Casablanca”: “Ahora que se acerca el invierno lo único que puedo hacer es mirar viejas películas, leer viejos libros y evocar viejos partidos. No tengan piedad de mí: la memoria, si veraz y violenta, es una materia exquisita”.
Más de cincuenta años después de aquella amistad con el Gordo Soriano, sus amigos y compañeros de aventuras se entusiasman al recordarlo y aseguran haberlo escuchado afirmando: “Yo soy de todos lados, pero más de Cipolletti”.

Gambeteando la memoria

Por Santiago Ocampos
 (Artículo publicado el 6 de enero de 2013 en la edición matutina del diario La Mañana Cipolletti)
http://www.lmcipolletti.com.ar/noticias/2013/1/6/gambeteando-la-memoria_53448


Osvaldo Soriano fue uno de los mejores escritores de Argentina. Escribió cuentos y libros memorables que pasan de generación en generación y son traducidos a diferentes idiomas. Exiliado en Europa, vivió en varias ciudades y trabajó en el diario Página12 junto a Osvaldo Bayer, Juan Sasturain, entre otros. Se fue demasiado pronto el querido “Gordo” pero no por eso su herencia deja de multiplicarse e inspirar a muchos escritores y estudiosos de la literatura.
Cipolletti es un lugar muy especial en la vida del literato. Allí vivió parte de su adolescencia, los años más importantes. En esas calles polvorientas de una incipiente ciudad, dedicaba sus horas a otro gran sueño: ser el número 9 de San Lorenzo de Almagro. El Gráfico llegaba de Buenos Aires unos días después de su publicación y el casi hombre se trepaba con agilidad al famoso peral “Rosebud”, donde pasaba horas de lectura imaginando los mejores trabajos de su futuro.
Todavía en los bares de Cipolletti, vecinos que lo conocieron siguen discutiendo si hizo o no aquel gol que grafica en las narraciones. Muchos poseen recuerdos entrañables, otros discuten y agregan anécdotas. Todos coinciden en la Motom de 49 centímetros cúbicos con la que recorría las calles y rumiaba a la hora de la siesta para luego contar las hazañas con ella en la confitería Zoia.  Era su compañera fiel como lo fueron las palabras y la memoria que le permitieron pasar más rápido la estadía fuera del país.
El escritor y periodista Pablo Montanaro un día tomó una decisión, fruto de una profunda admiración: escribir el libro “Osvaldo Soriano: Los años felices en Cipolletti”, que se presentó el año pasado en la Feria del Libro en esta ciudad. Montanaro empezó a recopilar testimonios, datos, fotos y a encontrar los lugares narrados. Un trabajo muy difícil pero que dio como resultado una biografía, una brújula en la telaraña de estrellas que el escritor tomó de de su imaginación y de la realidad.
Los testimonios permiten encontrar las raíces literarias de Soriano. Las que lo fueron tomando poco a poco, a medida que iba creciendo, junto a la inspiración y a la necesidad quemante de darlo todo mediante el arte de contar historias. Con una tensión narrativa sin igual, cuentos como “El penal más largo del mundo” fueron producto de un recuerdo que no tenían otra función que mantenerlo vivo. Montanaro encuentra una relación entre aquellos momentos inolvidables en Cipolletti y la concreción del relato. Un lazo embrionario que le permitió al escritor hallar más tarde los elementos necesarios y la destreza en la madurez.
En mayo de 1956, José y Eugenia Soriano llegaron a Cipolletti junto al pequeño Osvaldo, que viviría en un verdadero “Far West” como imaginaba al ver las películas de cowboys. Por ese entonces existían solo tres entretenimientos: el cine, las carreras de motos y el fútbol. No había asfalto y las tardes se debatían entre pegarle a la pelota con los amigos y el tiempo eterno arriba del peral de la casa.
A pesar de las palabras del mismo escritor, los amigos de ese entonces desmienten sus cualidades de futbolista. Eduardo Garnero decía “nunca fue un goleador, sino que fue un patadura del montón, como muchos de los muchachos que jugábamos”. Cesar Iachetti, otro de sus compañeros de secundaria, decía que el “Gordo” poseía un gran entusiasmo pero estaba lejos del crack que él decía ser. Estos testimonios no hacen otra cosa que demostrar la verdadera habilidad: la de transformar en leyenda las pequeñas cosas de la vida con el talento de un orfebre que descubre el poder de la palabra.
En la esquina de Mengelle y Alem, donde Soriano vivía, hoy funciona la oficina de la empresa de aguas. En la entrada, hay una placa junto al “Rosebud” donde al acercar el oído podemos escuchar el relato prodigioso, que la radio transmite contando la historia de un niño que pasa uno, dos, tres rivales hasta eludir al arquero e impulsar el balón tras la línea de gol corriendo a abrazarse con los compañeros.


Hemingway



Por Santiago Ocampos

La luz contra la frente 
las palabras rotas por la imprudencia de las manos
la inspiración que llega a duras penas
 una figura dibujada contra los propios sentidos
atropellada de visiones, ternura y ron
la camisa desabrochada por  las sombras
un país tan grande como China el cielo para él
los barcos que son tragados uno a uno
por las olas violentas que evoca con placer
otro poco de ebriedad  y es un jardín babilónico
 con aliento a estrellas que huelen a caballos
 todo es un lento mecer a la creación, un peregrinar
del señor que se estrena con un beso secreto
 la mirada fija en el camino que sube al final
de la novela en la que sobreviven todos por culpa de él
 con el final de sus días emprende con todo su peso
quizás, tal vez, la última corazonada de inspiración
exhausto sobre las arenas calientes
 muerto de sed
  dejando caer su cabeza sobre las páginas abiertas.