miércoles, 31 de agosto de 2011

La niña y la anciana


Por Santiago Ocampos

La noche es un galope de caballos que cruza los cielos, con todas sus estrellas oliendo a lluvia, a frío, a algodón, oliendo a ternura, a jardín florecido, a ángel batiendo alas, la noche cae de algún vértice hacia ellas, la anciana y la niña que revisa día tras día sus signos vitales, sedientas de palabras, extienden el perdón sin pronunciarse, una de ellas que tiene una vida que contar extiende su mano, sus cicatrices enteras, gordas, afiebradas iluminadas por el mismo instante, único, irrepetible, mano que apenas roza la otra, la de la otra orilla, de la que reza, que invoca su cansancio, su dulzura, sus días sin dormir, la de los niños que alimenta y no es más que una bendición que la noche teje, esa otra orilla, esa mano joven sostiene las ilusiones, el futuro, el amor, también calla, también se sumerge y la escena es ahora una voluntad de palabras sacrificadas, sin colores, sin celebración, que abrigan esta significación breve en la vida de ellas, esta ebriedad de la vida humana que pasa sin gritar, sin huella, sin epopeya, sin más coraje, se escuchan gritos a lo lejos, batallas que otros libran y no pasan por la historia, todo huele a corazón en alcohol, hay paredes que se derrumban y la tierra que al moverse deja caer de boca la noche sobre su cuerpo, pero lo que importa ahora son dos mujeres que no escuchan lo que sucede fuera de la habitación, que no olvidarán, que dejan allí la vida, una de ellas está acostada y  toma la mano de ella, la aprieta fuerte, en la lumbre son apenas dos sombras a pesar de toda la luz estridente en la sala, son dos sombras, dos mujeres echadas a la suerte de un vuelo, de un presagio, como figuras recortadas, ella y ella suspendidas en la nada, en el espacio, en la historia que no quedará registrada, bajo ningún nombre ella acostada y ella sentada mirando con los ojos del que se queda, joven, temblorosa, tomadas del cielo, acariciando lo inasible, lo fugaz,  sin cruz, sin testigos, ella y ella aferradas a sus propias vidas, a sus soledades, a sus promesas, a las pocas lágrimas que quedan por caer, una de ellas va cayendo con el peso de sus años hacia el infinito, hacia el misterio, con las preguntas sin respuestas, ella y ella sin pedir permiso, mirándose los ojos, tomadas por la noche que cae con más prisa y un silencio que estalla entre sus manos, una distancia se abre entre ellas ya y la prudencia le impone a ella y a los que sobrevivirán la piedad de los que quedan de pie frente a lo insondable.

viernes, 19 de agosto de 2011

Imaginación

Por Santiago Ocampos


Imagina. Corrijo, imagino. El ángel le sirve el tazón de la vida. La acomoda en su silla. Le muda la voz al sueño de ayer y de hoy. Le presta las alas, un rato, para saltar en la soga del tiempo perfecto. Ese tiempo que solo vive del momento. Que juega en la infancia hasta que, la pedrada de la inocencia, lo hace desaparecer. Ella besa el vientre, su lágrima lo hace dormir. Le acaricia el silencio del futuro.

Hay horas, libre albedrío. La ternura improvisa. El caliente sabor de la leche aprieta con firmeza el destino. Es  dos mil y tantos, no importa. Sucede. El cielo va cayendo en el llanto, va salpicando de estrellas el cuerpo, los abrazos, el paraíso, al quejido empalagado de aire fresco, de perfume rico. Un parto de algodón, un poeta guardando la palabra en el cajón de la mesita de luz.

Y ahora baila, mueve las manitos. Toca la mirada, al sol de los ojos de su madre. Habla y susurra, intenta abrir la puerta. Salta y juega con el beso de la noche, que es un unicornio pisando en la llanura fértil del regazo cálido de los abrazos del misterio.

Sueña ella, ebria de cotidianidad irremediable, no lo sé. Sentada, en la ventana, mira la calle. Cae de la escalera, del caracol de la palabra. Vuelve, viene, se acerca, improvisa. Rompe las hojas del libro, lo vuelve a escribir. Se acerca. Llora. Espera. Santiago anuda una sinfonía de quiero y puedo. De caprichos solubles en mamá.

El árbol crece. Se enreda, atrapa el amanecer. Lo consuela. Le muerde la boca, lo calla. Lo alimenta, el poema va naciendo en esa unión de símbolos. Va subiendo la escalera, el árbol, ella, el amanecer, yo. Abro los años, lo invisible, lo indescifrable. El vino se derrama. La comunión, la iglesia, el creyente. El sudor gotea y moja el piso. El poeta sentado, reza o mejor aún imagina que dice.

Ella, la flor, abre la ventana. Deja entrar al ángel. Llora. Una primavera se columpia, otra vez en el posible imposible. En la conclusión, en la ruptura. El frío limpia la tierra. El silencio se vuelve tenue. El espejo, los laberintos, la totalidad es aún incipiente. El corazón recupera el afecto. El amor, se derrama en la casa como un río nervioso, como sueña día tras día, palmo a palmo, tratando de conquistar su alma, el poeta.

sábado, 13 de agosto de 2011

Anaclara (dos)

Por Santiago Ocampos


“Ella escribe en las paredes resistir”. Ella tiene el fuego. En el alma. En las manos temblorosas tiene el fuego de los que callan a tiempo. La paciencia y la lectura polvorosa de los tiempos. La virginidad y todavía más. Ella entrega la luz al cuerpo. Ella no cree en la inocencia. Ella sabe mucho. De su fuego se vuelve tibia la noche. Y el columpio de la duda la mece más acá de las fronteras. Tiene lucha. Tiene compañía como los peces en el agua.
Ella junta el otoño y lo unta de miel y manteca. Ella tiene el caramelo en la boca. Ella tiene una palabra tejida de gorriones. Tiene el amor primero. Y lo ofrece. Ella colecciona estampillas. Las roba del correo. Interroga a las cartas su identidad. Su procedencia. Cartas que se pierden con sus miles de palabras entre las manos. Destino de serpientes y Antígonas que pasan por sus manos. Ella roba las estampillas y las pega en sus cuadernos. En las hojas que se leen por dentro. Ella tiene alas que crecen muy despacio, tan despacio que apenas se escucha cuando rozan la tierra.
Ella es princesa. Bañada. Fresca. Confunde las flores con el reflejo del sol. Ella es toda de nuevo para el recuerdo. El humo es una nube de algodón. Ella toca el cuerpo. La ausencia que reparte como si repartiera algo de su vuelo.
Ella va por el camino con el silencio a cuestas. Hace rato no habla. No quiere hablar. Ella cabalga a bordo del unicornio. Hasta la cerca. Hasta las puertas del palacio. Ella a bordo del unicornio va queriendo ser reina. Y ella es reina. Guardiana. Pueblo. Ella es de arena y de piel. Aprieta fuerte las crines del animal. Mira hacia delante. Se desnuda. Va contando las flores en ramitos para pegarlas en las hojas de su cuaderno alrededor de las estampillas. Ella moja el rostro en el agua. Ella se bebe el arroyo. Deja pastar su animal. Ella es la respiración de la mía.
Un grito la invade. La toma prisionera. La adormece. Le convida al grito las semillas. La pintura de Paris. Le convida el secreto. Le convida el encuentro. El abrazo. Al grito lo invita a galopar para que se olvide de sí mismo. El grito es un nudo. Ella se hace grito en el grito. El grito tiene sed. El grito es la crudeza. El grito pide el oro. El caballo. La ración de comida. El grito tiene hambre. El grito no es como ella. No es virgen. No es príncipe. No tiene páramo. El grito si tiene bandera. El grito es soberano sin territorio. Tiene voto. Tiene comezón de girasoles. El grito no tiene suficiencia.
Ella tiene el horizonte. No habla pero a través de sus ojos tiene por salir el sol jadeante de la madrugada. Tiene ojos y tiene horizonte y tiene madrugadas. Sus ojos están tapados. Ella tiene miedo. Me lo decía cuando tomábamos las estrellas y las atábamos a la cintura y con su rostro empapado de rocío dibujábamos las huellas sobre el papel. Huellas pesadas. Profundas. Hacíamos de nuestros cuerpos un mapa lleno de senderos. Y volvía en sí tan sólo cuando la palabra era lágrima.
Ella tiene ojos que desgarran, que quieren alcanzar el alma. Ella pone su alma en los territorios soberanos de la luz. Del amor. Esos ojos piensan. A esos ojos el horizonte se le viene encima. Desnudo. Pálido. Como una boca que intenta besarla. Y ese horizonte esta poblado. Es santo. Inmaculado.
Ella va al encuentro de su palabra arrastrando el alma. Ella es esclava del alma y como escribe prefiere no perderse ese gran horizonte que viene. Ella tiene el recuerdo de ese horizonte. En la casa de Medina. Apenas era una niña cuando lo sintió respirar. Ella no prefiere la memoria. Prefiere el recuerdo. El incienso fuerte. El olor a padre. El olor nómade de la sed.
“Ella escribe en las paredes resistir”. En las paredes de una estación de subterráneos antes de abordar el tren y ser el destino. Antes de que el hombre termine de contar el cuento de que alguna vez fue Sherezade. Princesa. Reina del recuerdo de un país que le pertenecía porque lo había soñado.

domingo, 7 de agosto de 2011

El Juglar

Por Santiago Ocampos


El juglar moja la garganta con

sal mezclada en alcohol. Ejercita un movimiento

una acrobacia de poesía. Entibia el pecho.

Se mira otra vez. El moño de color.

El circo ensayado de la sonrisa. La

pintura blanca bordando el desencuentro

de las pasiones.


El caballero, la espada y el sinfín

de silencios brotando en la madera

como un musgo. La cuchara apoyada

en la lengua diluyendo la infancia

con la saliva del amor.


Tu resuelta soledad estalla

contra el portón de la España Medieval.

Mis apuntes te buscan y siento

detrás de mí, que gira el juglar esperándome.

Tus ojos caen en la frontera de mi sueño.


El juglar afina las cuerdas, sobre todo

la cuarta, la más fina. La profunda concepción

de tu mirada presa de larga madrugada.




Se despide atravesando la puerta. La pobreza

y la poesía. La plaza del pueblo junta los

aplausos. El color prolonga la tarde.

El polvo es una espiral de batallas

ganadas en la intimidad del alma. Un caballo,

el Rey, el Cid, el beso repentino de Sherezade,

una y mil noches entregando el cuerpo de la

palabra.


Crepita la brasa del fogón…


El público exclama, presiente, se rinde

a la estrella que vino luego del beso,

esa misma estrella de la realidad

suelta las amarras del Puerto de Palos

y me suelta a mí antes de ir, antes de

verte, antes de golpear la puerta.


El juglar limpia su cara, el abrazo de la

memoria lo deja libre. Le devuelve una

copa de vino. La escanciadora lo busca

por el laberinto de la mente. Lo busca y

lo sigue pensando en un río. Le saca la ropa

de la voz, atrapa el equilibrio, rinde tributo

a la gracia precisa.


La lluvia cae en mi rostro, la toco

con los dedos. Mi lengua vacila. La

belleza es ceguera, es instinto. El deseo

recorriéndome por dentro.


Hay ruido, parece que alguien va a salir.


Desconozco la persona. Me dice que aquí

no vive. Cambio la flor por un manojo

de frío y me voy al país del recuerdo.

Arrojo desde allí el fondo del mar a la

caricia donde dibujaba el sol que me habías

negado entonces.


El juglar destaca su figura en el escenario

y baja el telón con la expiración salada

del viejo jardín del tiempo, con el olvido

llevando su cuerpo a los brazos del ocaso.