martes, 20 de septiembre de 2011

Ensayando a Montaigne -Crítica Literaria de "La Muerte de Montaigne" de Jorge Edwards

Por Santiago Ocampos


Jorge Edwards se hunde en las fauces de la historia de Francia, con sus vestidos, sus olores, sus comidas y sus blasones para rescatar, de las ciénagas, la figura de Montaigne, un filósofo, un profeta, un lector audaz, capaz de sostener su fidelidad al Rey Enrique IV aún cuando le manifestara su negación a servirlo.

Los tiempos se mezclan. El presente del autor, del protagonista, del país galo, para hallar en cada palabra, un indicio, una posible configuración de cómo eran las tardes del Señor de la Montaña, que dedicaba eternas horas al estudio y a la escritura, en su habitación por donde veía los destinos de su patria.

Llama la atención del lector, la forma en que está escrito este libro. La estrategia narrativa se encuentra a caballo del ensayo poético, político y, en algunos aspectos, hasta parece una novela. Las páginas están perfumadas, por la admiración despertada del escritor que describe una época, en la que empezaba a avizorarse el pensamiento de la edad Moderna. Con aguda prolijidad, el monologo interior, impuesto como ritmo narrativo, no cae al vacío.

El amor mueve las hélices del relato. La relación de Montaigne con Marie de Gournay, una joven de 22 años, que hacia al final de la vida del maestro, lo hará renacer. Desvelado por la prematura belleza, inalcanzable, el hombre construye desde la palabra y con los restos del amor que quedan en las sábanas, una nueva fiebre que lo consumirá lentamente.

Hombre de mundo, de paisajes, diplomático y conocedor, como pocos, de la naturaleza humana, este filósofo va dando pasos de otro tiempo según el escritor chileno quién lo ve como su alter ego. Hijo de las guerras entre católicos y hugonotes, su memoria se desangra en la más absoluta desazón en la noche de San Bartolomé en 1588, cuando cruza las venas abiertas del Sena

Con un pie en ambas religiones, Montaigne, afiebrado por el ardor de su pluma, busca en un país revuelto por las armas y por la sangre inútil, su propio rostro, su identidad, el país verdadero del que se arrogan los enviados de Dios. Aloja al Bernés, al futuro Rey de Francia Enrique IV en su castillo para instarlo a seguir el camino certero de una paz duradera.

Mientras prepara su lecho de muerte siente oír, en sus últimos momentos, las espadas batir en los campos franceses. Inspirado por el recuerdo desnudo de Marie de Gournay,  deja a los hijos de la posteridad, a cada uno de nosotros, su legado, sus ensayos, sus  testimonios, sus impresiones, su buena fama de intelectual comprometido que brota después de permanecer en silencio varios siglos.

Los protagonistas de esta novela son tres. El mismo Montaigne, Enrique IV que de alguna manera representa la esperanza y el morir  de lo que soñó el pensador y Jorge Edwards que decide emprender un viaje interior autobiográfico para marchar, con la imaginación, por los caminos y las mujeres hasta encontrarse sentado en el escritorio donde su admirado personaje donaba todo su ser.

La columna vertebral de este libro es un recorrido apasionado, en la que el autor emprende, bajo la tutela de su ancianidad, una reflexión profunda de su propia escritura, partiendo de las cicatrices de su vida, tan parecidas, tan vividas, tan misteriosas como los últimos años de Michel de Montaigne que describe en posesión de las manos de una mediocre escritora, Mary de Gournay, su amante, su discípula.