martes, 28 de junio de 2011

Lágrimas de tarde (final)

Por Santiago Ocampos


Las lágrimas tomaban forma al mezclarse en el agua dulce del cuerpo. Las lágrimas extendían al alma su gobierno. Las lágrimas formaban el día. La tarde por estrenar. Las lágrimas creaban la similitud con el ángel que proyectaba por la palabra el alma. Del cuerpo hecho de la sal el recuerdo porque las lágrimas tenían infancia. Tenían los silencios esperados. Y caían por el rostro. Por la tiniebla espesa de la mirada. Las lágrimas caían y formaban, formaban y caían. Las mariposas eran lágrimas en la piel. El rocío de la tarde eran las lágrimas. Las nubes rotas. El sol roto. La luna llena blanca de las lágrimas era la esperanza de que hubiese noche. Y la palabra no tenía las lágrimas por eso iba dejándose tomar por ellas. La melancolía en el rostro. En la exactitud de la tarde del tiempo. Por lo remoto pasaban las lágrimas por la cara. Esas lágrimas lavaban la poesía. La que no existía. La que iba existiendo por esas lágrimas. Por la distancia al cuerpo esas lágrimas acercaban sus sombras. Esas lágrimas tenían sombras pesadas como el cuerpo que las sostenía. Como las alas de los ángeles. Las lágrimas no lloraban porque tenían luna en el reflejo del cristal. La noche existía y por eso resbalaban. Besaban el alma. Con las alas empolvadas de sal. Las lágrimas iban tomando al poeta como a la luna. Como al pedazo de sol que no cabía aún en esas lágrimas. Las lágrimas tenían el corazón envuelto en paño frío. Las lágrimas descendían como caminantes rumbo a la mar. Las lágrimas tenían el retrato vivo de toda la tarde. Las lágrimas surcaban el rostro como pequeña hierba atrapada en las manos. Las lágrimas tenían el tramo de la vida. Las lágrimas estallaban con la luna atrapada desde la tarde. Las lágrimas tenían la sensación de no ser en el alma. Lo nuevo estaba en el llanto. En el gemido temprano. En levantar en los brazos de las lágrimas el recuerdo. La urgencia entera de la tarde que no pasaba, que no pasaba, que iba descendiendo con el sol por el cielo, por el cielo nuevo que pertenecía todavía a la poesía de la tarde porque esas lágrimas no eran del poeta, porque esas lágrimas no eran del poeta.

jueves, 23 de junio de 2011

Caminan tibiamente abandonando el mundo: Franz Kafka y Felicia Bauer


Por Santiago Ocampos


En una plaza de Praga, de la literatura, Franz Kafka escribe con lápiz negro, sobre la mano de Felicia Bauer, los trenes ardientes de su inspiración,  calcinados de fuego por las futuras guerras de la teoría literaria. Psicológicos. Locos. Atormentados. Anochecidos. Teoremas irresolutos. En el insomnio de sus soldados acribillados, por la velocidad de la palabra, escribe Franz Kafka como un náufrago, como un mendigo sin abrigo, por las calles para llegar a tiempo a esa cita de amor. Memoria, cartas, presagio y futuro, ensoñación de un pensamiento, camina devastado por el miedo, por la precisión exigida, por el rictus inspiratorio, despejando la noche de las estrellas con los brazos, para hallar en sus ojos, en  sus lágrimas, a la mujer que toma de sus sueños las palabras   que copia al mismo tiempo que él las escribe en otra inmaculada noche, más personal, más intima, en otra habitación, en otra dimensión, en otro país; ambos van al mismo lugar, sobre los tejados, sobre ruidos, degustados por la boca tibia de la poesía que los besa una y otra vez, a medida que van llegando por caminos distintos al encuentro, con los cuerpos celebrados por el verbo van ocupando su lugar en la imaginación propuesta , cayendo de las constelaciones, de las madrugadas bebidas, Felicia Bauer y el escritor que le escribe una caricia que no termina, que no se anuncia, que no sabrá nunca que fue, si un cometa o una dulzura, ella igual la copia, la hace trizas de palabras para la memoria, en un banco de una plaza, de la literatura, con el aliento empapado del escritor en su mano, delicada, llenas de trazos, de caminos, de rostros,  escribe Franz Kafka su propio regazo, mezclando sus palabras en la textura de la piel y la delicia,  apoyando todo su peso, toda su herencia literaria, con sus huesos, su carne, sus velas encendidas contra una ventana, sus palabras magistrales galopando al infinito como caballos hambrientos, iluminados, sedientos, con lápiz negro en la mano de Felicia Bauer se van quedando para siempre sus gestos, sus rutinas, su despertar crucial entre los brazos de Circe que lo transformó del fecundo poeta de las horas más tibias de Berlín, del argonauta del futuro desnudo de una mujer, en el niño que nunca dejó de vivir adentro suyo.

sábado, 18 de junio de 2011

Conjuro

Por Santiago Ocampos


Una luna se despierta. Tanteo su forma. Su miedo. Su delicadeza. Mira el cielo que escampará pronto. Me regala el beso de anoche, de tu cuerpo. La tierra de un encuentro posible y que ayer no lo fue tanto. Un encuentro parecido a dos pero poblado de fantasmas. Y me llevé a todos y a vos también, al menos tu voz temblorosa, perfumada. Los recuerdos trenzados como barriletes hacia el espacio. Un estallido dulce en la boca. Una lluvia constante golpea el cristal de las caricias retenidas en los ojos.

Y voy bajando por la escalera del sudor. Con la pasión, la noche, el pasado, el preludio, la música, el café y otras tantas analogías del tiempo. Bajo sin tropezar. Sin romper el silencio, a oscuras como los sabios de la Antigua Grecia. Brújula para las estrellas. El polvo de la ilusión reposa en el sol de la poesía. El azar es un colibrí que trata de volar en la hoja de papel. Rendición de abril. Rendición de fin de año. Río desnudo. Olvido vagando por las calles de Buenos Aires. Vigía extenuado.

El horizonte entibia el vidrio con su aliento. La niñez sale a jugar. Se desprende del día. Limpia la madurez del otoño, le cambia un manojo de nieves por otro beso. El llanto. Los caprichos. Los pataleos y otra vez a escribir. Los intentos del tiempo fracasan. Un puñado de color es arrojado por encima del mundo y una palabra naufraga en el Caribe buscando otro relato de Garcia Márquez.

Mediodía que teje la luz en la ventana. Una mariposa vuela al cielo. Y otra ilumina la delicia. Me duermo. El azúcar de pensar en lo que es propio se diluye en el  café de lo perdido. Y uno se pregunta qué traerá la marea. Si traerá algo de muerte ese vuelo cotidiano, si traerá algo de vida. Se pregunta si sos vos.

Duele toda la tarde. Uno no deja de encontrar la ilusión. Vivir un poco más, de eso quizás se trate, un poquito más de lo antes vivido. El deseo. La ilusión repetida hasta el infinito. La ilusión brotada de la ternura cosida con el abrigo del descanso.

 El fluir, el choque del río contra las piedras, me devuelve la gracia. La voluntad. La cercanía se prolonga. El sueño vuelve a traerte. Hago una acrobacia. Me visto con el cuerpo que dejaste. Me sumerjo en el mar de las palabras. Toco el fondo, contengo el aire. Los pulmones se inflan. Tanteo la sensación. Te reconozco y braceo en medio de la nada, siguiendo tu piel, tu voz, tu luz.

lunes, 13 de junio de 2011

Jacob y el ángel -Hoy 13 de junio en Argentina se celebra el Día del Escritor-

Por Santiago Ocampos


En este texto propongo al lector, al que siempre está del otro lado, invisible, un recorrido por el camino del arte de escribir. Es necesario atestiguar intelectualmente ese momento inicial en el que el primer hombre dio ese primer paso a la poesía. La inspiración siempre se ha manifestado como una profunda lucha por la conquista de la esencia. Es por eso que utilizo esta figura retórica, la de Jacob y el ángel.

En todos y cada uno de nosotros, desde Shakespeare al ignoto escritor que escribe en un pueblito del interior, los atraviesa este fuego ígneo en el alma que incendia horas y horas de lectura y escritura. Quiero rescatar a todos y explicitar en este texto porque estamos hermanados y convocados a la misma ronda. Es un homenaje a todos los que nos pueden dejar de escribir literalmente.

Individualizar a la persona que compone, que escribe,  es arduo. Clasificar a este hombre que camina sobre cuerdas invisibles en busca de un lector, es imposible. Pienso en Shakespeare, en el teatro “El globo” buscando los ojos enamorados de la Reina Isabel para que aprobara sus escritos. Al mismo Calderón de la Barca poniendo en escena en las calles de Madrid sus obras. Existe en ellos y en cada uno, la misma necesidad imperiosa por saciar una sed primitiva que corre por dentro. 

Es necesario para este análisis, volver al principio de la historia. A ese hombre, que se aferraba desesperadamente al pensamiento para no olvidarlo porque no sabía escribirlo. Conocía la oralidad y la fuerza de la fonética de determinadas letras. Las palabras, cómo lo es también para el poeta de hoy, eran su materia prima y significaban libremente en virtud del antojo expresivo. En la misma fragua creadora, ambos buscan escapar de la soledad.

 Al volver a casa, los hombres primeros, en medio de la nada, eran asaltados por temores nocturnos, por preocupaciones, por el deseo de trascender. Entonces, inventaron el fuego para reunirse, para escuchar, para hablar. De pronto, existió la necesidad de buscar abrigo intelectual al amparo de la piel de una mujer y decírselo para que ella supiera.

En ese origen, en ese punto del espacio temporal de la humanidad, creo que podremos encontrar al primer escritor. Al que se animó a dar ese paso al futuro, que transmitió lo que había vivido y  partió la poesía, como un pan, al filo de la medianoche. El mismo que tomó conciencia y al dramatizar la pronunciación,  halló un lector. Y fue entonces que, de a poco,  la belleza empezó a ser una búsqueda interior.

El trabajo literario exige una gran concentración. Cuando debo poner en marcha las ideas en el papel, siento que debo aliviar un peso que me oprime.
A pesar de las bondades del idioma español con el que escribo, hay palabras que no quieren salir, por eso hay que enamorarlas. Eso es parte de la vida de un escritor. Muchas veces toca poner el hombro y cargarlas como bolsa de papas hasta el papel. Borges decía que publicaba para sacarse un peso de encima y tenía razón.

Considero que este trabajo por la expresión, está sintetizado en Jacob luchando contra el Ángel. El relato bíblico, imposible de datar, simboliza  a aquel que escribe, al que quiere decir algo distinto, al que confronta a su inspiración. En ese ir y venir, de golpes de puño, hay que jugarse la vida y ganar. Perder significa dejar sin efecto una historia, un relato, una visión.

El yo escritor nace en la lectura, en el coraje que hay que tener por construir en una forma literaria una constelación de significados. Quienes conocen la experiencia de leer un poema, han manifestado que a través de él se puede tener una visión única del mundo. Pero hay que tener todavía más valentía para traer del cielo a la tierra aquellas palabras, tibias, dulcísimas, que como vino dulce ella escancia, delicia fecunda, en la noche fría en que el poeta retorna herido de la batalla contra sus ángeles personales, a veces inventados, a veces reales.

miércoles, 8 de junio de 2011

Lágrimas de tarde (1)

Por Santiago Ocampos

La vida en unas lágrimas que caían como esperanza nueva, como sueño reflejado en las flores del agua. Las lágrimas bebían la boca, el espacio entre el cuerpo y las lágrimas. Porque las lágrimas eran de luna llena. La raíz profunda entrada en años. Las lágrimas tenían que ver con el mar. Las lágrimas eran un valle hecho de tiza. En la infancia. En la hoguera encendida de la poesía. De la adolescencia venían esas lágrimas comidas por la sal. Por la angustia de mirar al peregrino de la noche buena. Esas lágrimas parecían cuerpos hambrientos pidiendo en la puerta. Esas lágrimas tenían que ver con el sol. Con el crepúsculo en el perfil de las sombras. Esas lágrimas tenían la tibieza de las palabras. El corazón enjuagado, hecho harapos. Esas lágrimas eran el beso antes de pasar a la poesía ¡Como caían esas lágrimas por el rostro! Por el surco de vida labrado en el campo de las mariposas. De ilusión era el agua de ellas. De la sal venían. El equilibrio entre el cuerpo y la sombra eran las lágrimas. Y caían como lluvia anunciada. Eran un manantial secreto. Eran la luz de la tarde. Reflejo de poeta atrapado por la luz. El cielo pasado de lágrimas. Caricia de lágrimas que intentan imitar el alma. El lecho tendían las lágrimas que eran penurias de otros tiempos. Las lágrimas tocaban el rostro. Y eran un camino abierto sobre la tarde. La extenuada paciencia del cuerpo de la primavera al sentir esas lágrimas. Al poblar su valle con esas lágrimas. Con ese temor imprevisto, espontáneo, caliente. Las lágrimas volvían a las manos pidiendo permiso para sentir el tacto. La rutina de las cosas. El sol roto en la imagen última. La poesía que nacía. Que nacía sin tener otra cosa que las lágrimas. Las lágrimas finas recorrían la llanura. Los senderos del alma. Y las lágrimas crecían gordas, tiernas. Las lágrimas se tensaban al tocar el aire. Al despertarse contra el alma. Al sentir la prisa de la palabra. Las lágrimas eran blancas como las flores de luto de mayo. Las lágrimas tenían en la voz los años, el recuerdo en el espejo del poeta.


martes, 7 de junio de 2011

Día del Periodista -7 de junio-

Por Santiago Ocampos


Cuando busco una figura de periodista en mi memoria pienso en Mariano Moreno. El escritor, afiebrado por las ideas de mayo, escribía horas enteras. Lo hacía poseído con la urgencia y la velocidad, ansioso por ver el resultado de su trabajo. Esta entrega de cuerpo y alma rige el ejercicio, a veces enamorado, de un hombre que decide comunicar, que siente la necesidad y hasta la obligación de hacerlo.
Envuelto en una suerte de inspiración que no siempre llega, sale a buscar aquello que se constituye como su materia prima que son los hechos. Los escribe y los rehace, una y otra vez. En soledad, cara a cara consigo mismo, asume el compromiso. Al igual que el fundador de “La Gazeta de Buenos Ayres”, fluye por dentro una incomprensión fecunda que lo lleva a la duda.
Podríamos pensar también que el periodista, en el mejor de los casos, es una suerte de detective. Decide y valora, cataloga, recopila e indaga constantemente. No se conforma. No se rinde. Halla las huellas y las sigue. Como en las novelas policiales, parte de la observación y el diálogo con aquello que permanece oculto. En ese profundo intercambio entre lo que es y lo que él piensa nace su vocación. En esa lucha interior debaten, día a día, las palabras que brotan de su boca.
Hijo legítimo de los juglares, que cantaban y llevaban las noticias en forma de coplas, por los caminos medievales de Europa, para que la gente supiera. Este hombre de carne y hueso ya no utiliza el verso para convencer, posee la técnica y el derecho, la libertad y el secreto profesional.
A pesar de la distancia histórica con la Revolución de mayo, en nada ha cambiado la misión del periodista, que es la de promover la fidelidad del pueblo con los valores democráticos demostrando, en las arenas de la opinión pública, la valía del oficio.

jueves, 2 de junio de 2011

Cronopiaje


Por Santiago Ocampos

Los zapatos negros sobre las ruinas de la cotidianeidad. La ropa esparcida en el ocaso de una silla lejana. Los ojos empalagados de sueños. El Mio cid emprendiendo una nueva aventura por el laberinto del olvido. Un cuerpo tendido de literatura secándose de fantasías. El paraíso es surrealismo y la  boca es colapso de un amor izado en abriles.

Se levanta, mira y contempla los hechos. No se disfraza de sol. Espera la cigüeña de Paris, pronto vendrá a treparle en el pecho. Pero es tarde. Debe acomodar las cosas para bañarse. El pantalón de siempre y la remera sin elección particular. Los colores no existen, el hombre los inventa. Todo es ficción hasta sí mismo. Es un recuerdo. Es Pauménoc “ahora y siempre todavía”.

Y el colibrí le sale por la cabeza. Los ojos puestos en lo que no dejan ver. El pan recién horneado de los apuntes de Platón. Emula “otoño porteño”. La calle es un acorazado en pos de gritar tierra en donde no hay. Lo seguro es haber nacido y eso le basta. Mira el reloj por pura analogía. La poesía no tiene carne y hueso pero existe.

Resuelve concurrir. Escucha, cuestiona. Escala el Aconcagua una y otra vez. Enciende la radio de su cabeza. Y cree que es mejor así. Llena el cuestionario y las alas arrugadas escapan en la ventana del ayer. Vuelve al asfalto. Las bocinas aturden más que el locutor de la sintonía favorita. Revuelve el café de la noche diluyendo la dulzura.

Espera el colectivo. Sigue esperando. Pasa uno, sube. En la escalera averigua donde va. Detrás de el cae una señora, en la vereda. Busca ayuda para auxiliar. No hay respuesta, es presto saber que vienen de pedir justicia en una marcha. Va pronto al encuentro. Levanta a la mujer. Le calma la pronta urgencia.

Ella piensa: es como un hombre.