sábado, 26 de febrero de 2011

Caminan tibiamente abandonando el mundo (Diego Rivera y Frida Kahlo)

Por Santiago Ocampos

Teñidos. Inmersos. Zambullidos. Zampados por la mano del artista. Robados de la alquimia primitiva. Porque no hay nada para escribir y están sus ojos. Sus manos a punto de tocarse. De estrecharse como si eso les diera motivos para despertar. Para apaciguar las ansias de verme. Hermosos. Relucientes. Empapados. Ebrios. Amores de vuelos escarchados por la luz de la madrugada.Funámbulos. Espectáculo. Actores de la misma escena. Hablando. Parodiando. A punto de tomarse los labios. Pacto. Escrito. Confabulación. El pelo sintiendo el aire. El invento. La yuxtaposición con la realidad. El chocolate partido en la mesa del retrato. Hijos de la nada. Pedazos de papeles reventados. Cortados por un hacha. La niñez en sus rostros. En el pigmento azul. Como una mancha recrean el pasado. El presente. El futuro violento. Enajenados. Soberbios. Bestiales. Columna de un diario local. Locos. Orbita celestial. Planeta por descubrir. Allí están con la gracia. Bostezando. Esperando. Demenciales. Tribunos de la plebe. Cualquier cosa puedo decirles. Ideología pura del verso. Lingüistas de Copenhague. La belleza los ilumina. Un ajedrez antiguo es la tierra donde sus pasos se quedan equilibrados sobre el aire. Bebiendo el café y el aroma del pan. Desnudos de realidad. En la lengua el paradigma verbal tengo esbozado. Desnudos en otra cartografía. En otro tiempo. Montados. Superpuestos. Formas geométricas. Ensoñación del pensamiento. Callejuelas de Gauguin. Sexuales. Ardientes. Perennes. Eternos. Entramados. Magos. Parejas con un dejo de poesía. Abandonados. Mayúsculos. Letrados. Griegos. Posados en la tela. A punto de ser. Por encima de los techos. A punto de ser expulsados del paraíso. Sofocados. Acalorados. Untados de óleo. De pintura. A punto de ser proyectados sobre el fuego. Condenados por la inquisición. Exhumados. Apaleados. Van cayendo sus rasgos. Van tomando la sombra de una mujer a la que se amó. Van rodando por el instinto apurado. Por el trazo menos firme. Trepando por las murallas de la piel. Por la hinchazón del pincel. Por la herida espontánea de la lágrima marítima de la sensibilidad. Despedidos. Catapultados a la mortalidad del artista. A la jactancia del instante. Al vacío. Caminan tibiamente abandonando el mundo.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Naguib Mahfuz

Por Santiago Ocampos

En el medio del desierto Naguib Mahfuz, a pesar de los sueños y el cansancio de viajar de la imaginación a la realidad, como si le llevara años poder hacerlo y  tan solo es un segundo en la vida del egipcio, el narrador árabe, que ahora, con el sol a punto de beberse la noche y  las páginas de hombres descriptos y armados hasta los huesos por ser herederos del lenguaje indómito que pregona y realza, iza una bandera como un acto de coraje, como un último acto de identidad con el corazón que se toma de él mientras surca como una nave antigua el himno de Egipto por su boca, en la soledad, en la caricia áspera de la arena, fuera de sí, Naguib Mahfuz teje otra vez el rito funerario de los faraones y el curso del Nilo sobre el mapa de su escritura, mientras tanto el aire perfuma la bandera que va galopando con el ritmo que sus palabras imprimen a la historia y van descubriendo como un amante ansioso las vergüenzas de El Cairo, sus olores, sus delicias y la embriaguez de sus estrellas sin ropas que caen sobre los techos desesperadamente luminosas, que apuran la hora de los enamorados sin cita que convoca como un ejército Naguib Mahfuz en sus libros  mordiendo la guerra, la injusticia y la memoria pobre de este pueblo a punto de ser narrado hasta las cicatrices íntimas, Naguib Mahfuz prodigioso, virtuoso, hecho hombre a la fuerza por las palabras violentas que significan la patria, la personal, la irrepetible, la que naufraga por su inspiración, Naguib Mahfuz en medio del desierto iza la bandera, sin testigos, sin nadie alrededor más que su propia sombra que lo va prolongando aún por los banquetes de la literatura universal, sin otro silencio que él de las voces que hace hablar, sin más que una brisa que empieza a soplar sobre su cuerpo, que lo empuja como si fuera a saquear sus tesoros y lo arrastra al vientre materno de Egipto, a sus Dioses muertos, a su Fe, para que empiece de nuevo, otra vez, una vez más cuente cómo se corre la piedra de la historia de Egipto en la plaza Tahir.

sábado, 19 de febrero de 2011

Después de leer Aura de Carlos Fuentes

Por Santiago Ocampos

Leerás esto. Levantarás la vista. Caminarás y pensarás en un pájaro. El pájaro a su vez pensará que él serás tú. Tocarás el papel con las manos. Rozarás la palabra. Abrirás otras palabras. Sacarás tus hojas. Volverás a la escritura. Sentarás tus piernas en un almohadón. Leerás el poema para ti una vez más. Te servirás agua porque tendrás mucha sed. Tendrás que llegar a tu casa. Abrirás la puerta con llave. Extenderás las ropas húmedas y las sábanas. Te recostarás. Prenderás la luz. Volverás a abrir tus cajones. Tu pelo se apoyará en la lumbre que caerá de la luna. Te beberás el tiempo y la palabra. La exaltación vendrá a darte los buenos días. Cerrarás los ojos. Intentarás caminar sobre el sueño. Recorrerás la textura de la piel que animará tu alma. La inspiración te esperará. Te abrirá la boca y dirás lo que no se te ocurrirá nunca. Conversarás contigo. Aprenderás del amanecer a tejer la vida. Serás cuerpo. Serás la sed de un mar violento. Te quitarás la ropa. Te inundará lo viejo del dolor. Te convertirás a la licencia poética. Amarás de pronto el silencio. Lo amarás cuando ese silencio exista. Serás luz. Serás el latido de todo un poema. Escribirás. Estarás tendida en la cama. Estarás apurada por terminar de desnudarte. Desesperarás frente al espejo. Tu cuerpo no tendrá aun la boca del poeta. Beberás un vaso de agua. Tomarás de la jarra un chocolate. Tocarás el horizonte. Conocerás la soledad. Encontrarás dentro de ti las alas sumergidas en la inocencia. Las sacarás de allí. No sabrás en principio que hacer. Las mirarás. Las perfumarás con las manos. Las olvidarás y se secarán. Tendrás el poema en el poema. Lo perderás. No lo podrás ver. No le pondrás un título. Lo llenarás de crítica literaria. No escribirás para ti. No lo tratarás de hallar. No lo encontrarás. Lo buscarás debajo de la pila de libros. No lo hallarás en el cielo. No intentarás volver al lugar dónde lo has perdido. No recuperarás la amargura. No resignarás pájaros. No invitarás tan tarde al sueño. No soñarás con él. No tirarás abajo la revolución. No volverás a leer el poema. Te estrellarás el pelo contra la almohada. Volverás a cerrar los ojos. En la tierra de la poesía crecerás de nuevo. Anticiparás las respuestas. Ensayarás el crepúsculo en la vigilia. Dormirás junto a las flores y al unicornio. Pedirás el exilio. Hundirás tus manos frías entre las piernas. Pedirás otra rutina. Pedirás no leerme. Saltarás por la ventana. Te sentirás cansada. No leerás el poema. Guardarás la imagen. Te acordarás escuchando música. Elegirás el cuerpo del ritmo. Te confortará la música. Te mirarás en el reflejo de la ventana. Tendrás que sostener el tiempo. Tendrás un camino. Evocarás poemas de otros poetas. Bajarás de los senderos de la luna. Conciliarás las sombras de tu rostro. Te pondrás bonita. Presentirás el encuentro. Volarás. Viajarás por el mundo. Dibujarás y no escribirás. Perdonarás no leer. No te interesará la literatura. No querrás encontrarte con las encrucijadas de la palabra humana. Te sentirás menos. Las palabras serán tus manos. Tus manos temblarán. Tomarás las alas. Nacerás tibia. Nacerás. Escribirás. Llegarás. Apoyarás entonces el tajo de luz de la luna en tu cuerpo. En tu palabra. En el presente al cuál rendirás tus ofrendas al final de la lectura del poema. 

miércoles, 16 de febrero de 2011

Inca Garcilaso de la Vega, el megalómano

Por Santiago Ocampos

Las flores crecían en la cama. Alrededor crecían mientras el cuerpo dormía. Sacaba el sueño del vientre angélico. Voraces trepaban en las selvas del conocimiento. Surcaba los mares helados con sus brazos. Con la flexión de sus músculos las flores lo acariciaban. Lo rasguñaban. Crecían las flores cicatrizando el aire. El aire se volvía rico. Denso. El cuerpo volvía a salir de esos mares helados. De esa fría sensación del deseo comprendía toda la mañana al remontar vuelo. Al soltar el barrilete de la cama. Al despertarse y amontonar las flores y las estrellas contra la pared. Contra la suerte que giraba como una espiral. Abrir los ojos con las manos manchadas. Manchar los párpados. Agitarse. Volver al pulso de la noche. Antes del espectáculo fabulador de estrellas. Antes de apoyar las manos en el fuego. La mañana se caía del borde de la cama. Los lacayos abrían las cortinas. Coronaban el cuerpo. Lo mojaban en lavanda con un paño frío. Le recordaban la canción de luna llena. Eran pocos pero fieles. El campo se desbordaba en el verde. Se derramaba en un vaso de agua. El fondo cósmico. El resto de la noche en la saliva. En las nubes quedaba la sacristía del deseo. El corazón quedaba en las nubes cerca de la razón. Un grito descascaró una pared. Un sonido semejante al trueno. El techo resquebrajó su existencia de siglos. La caricia fue prolongada. Creció con las raíces. Con la imaginación. En el cometa pasó. En la siesta de la tormenta dibujaba el cuerpo. Se abrazaba. Se hacía así mismo. Soñando. Estirando los músculos. Naufragando en el impresionismo de los cuadros colgados. Antes de existir. Antes de amarrar las sogas a la filosofía del sueño. Se agitaba. Sudaba. Gemía. Una suave letanía de la infancia impregnaba sus oídos. Su dulzura ruda. Su inestable emoción. Sudaba copiosamente y el olor de las flores se mezclaba. Se transparentaba y se hacia uno con la tierra mojada que en cada primavera traía el sueño. Las sábanas se pegaban al cuerpo. Se encarnaban y se cortaban con las espinas. Con el jardín. Con el olor quebrado y humano de las flores. Respiraba. Rebalsaba su deseo. Su virilidad. La fortaleza era una poesía. Era un movimiento en el espacio imaginado. Una marea sobre las playas. Una honda ternura. Una nueva ideología. Y llegaron los aplausos que reventaron contra las paredes de la sala. Y los elogios no tardaron en llegar después. Y la palabra fue elevada por el poeta y el vino regó las calles de la literatura y se limpiaron de generaciones los cántaros donde almacenaban la miel los poetas clásicos. Y los aplausos tenían noches acuáticas porque tenían lágrimas. Y los aplausos se demoraron y los elogios tomaron condición. Y pasaron los días y el poeta tenía su nombre. Era un espacio. Una puerta abierta en un diario. Una paternal prudencia. Era un juego el azar de su inspiración. Una sonámbula llave tragada por el cerco de la rima. Un idioma al revés. Una geografía virgen. Un esperpento inclaniano. El poeta era diario de viaje de otro poeta confidente. Un Dublín ardiendo en la autopista de Cortázar. Un Aymara era el poeta metiendo adentro del cuerpo la luz solar. Centellaban sus palabras. Eran el camino vaticinado en un rito indígena. Todo eso era y mucho más. Tal vez Colón bebiendo el océano por sus venas. Una certeza infundada. La iluminación dejaba caer las flores. Con la primavera. Con las amapolas rojas. Casi divino por su sangre. En el pulso agitado sus lacayos interrumpían el sueño y los rescataban cuando estaba a punto de ahogarse en una fuente de oro. Se metían a las aguas vestidos y con los gabanes que sacaban del armario. Y despertaba y seguía intentando otra poesía. Otra poesía más lunar que terrestre. Un ángel lo aguardaba cuando volvía a abrir los ojos y volvía a sentir de pronto el murmullo de los aplausos que no eran para él. Venían esos aplausos untados de vino. De aceite. De femeninos flamencos. Y las flores eran barridas por el viento. Por el abandono. Por el paso del tiempo. Por las crónicas de los primeos andaluces de Buenos Aires. Las flores se enternecían en la piel. Crecían con él mientras exhalaba la poesía. El futuro inhóspito de los que no saben que viven allí. Cegados por el presente. Austeras sus palabras. La soledad invadía y mostraba sus papeles escritos en el verano. Abrasaban la piel las flores. Harapiento. Andrajoso. Casi desnudo. Sin nubes. Sin el galope tierno del sueño y el desembarco a caballo a las tierras del otro mundo. Del real. Del que intenta llegar al sol como Ícaro. El mundo desfila su sensación arenosa. En la heteroglosia el mundo se desentiende. Se despierta. La ropa hecha jirones. El vino malo en el aliento. Las venas más frías que ayer. Las escaleras escarchadas. La mano extendida. Callada. Los pies descalzos. Las flores caen al estallar el silbato de un tren que no pasó. Que apenas incendió la noche con su humo. Tan real es ese tren como la cicatriz abierta en las páginas del libro. En el libro esa cicatriz va abriéndose despacio. Va tomando la sombra del autor hasta sentir que camina en el aire. Invisiblemente el lector también camina con él en el aire y respira a salvo al rodar por su olvido. Y las monedas giran en círculo sobre el pequeño charco de la vereda mientras el sueño agonizando está en el movimiento casi humano que intenta traer la madrugada.

sábado, 12 de febrero de 2011

El pañuelo...


Por Santiago Ocampos


El pañuelo sujeto al hambre
la cara dentro del espejo
los años corrían por el alcohol
a medio centenar de gotas en la alfombra
una ventana...también a medio cerrar
soplando por su boca la sabiduría de los laberintos
trizados de una mujer desnuda
golpeada por el exceso de paredes blancas
brillaba el pájaro del amanecer
y cantaba conmigo un tango
rejuvenecido de las aguas claras
de la memoria hecha jirones de la mirada
a punto de abrirse en la llanura del poema
y entre tanto la brisa cálida del aliento
acariciaba el jardín abandonado
del árbol enterrado en la puerta del cielo
cielo múltiple roto en la tiniebla del papel
quemado en el equilibrio del tiempo perfecto.

II 
De la luz emanaba la casa
descansaba dentro en el estante añejo
el caballero después de velar las armas
de las sombras de los siglos
sombras excomulgadas de los libros
libros de manos que pisan descalzas
retenidas por la cordura del peregrino
ella era el mundo y su cuerpo trepaba
(lloviendo de sal su frente) en el final de mi sueño
queriendo alcanzar la cima de la lengua madre
la casa dibujaba un camino
y lo vi en la figura recostada en la luna
sobre el mismo lugar donde dormía
mientras tanto se hacía tarde
tarde para todo.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Las aguas del pintor

Andrei Rublev, Pintor Ruso del Siglo XV 


Por Santiago Ocampos


El agua en un recipiente corre. El agua las manos escurre. Las desnuda. Las pone invisibles. Transparentes. Las manos enfría. El agua sus brazos vuelca hacia fuera. Hacia los límites de la circunferencia metálica sus brazos alarga. Juega con las manos. Las ensaliva. Las calienta con su largo aliento. Refleja la vida del rostro fragmentado por la labor. Carne. Uñas, el agua disuelve. Al agua esas manos la tritura en pequeñas raciones de pan. Va tomando del color el agua la paciencia de la rutina. La herrumbre. El papel. El vacío. El oráculo. El agua zambulle a las manos dentro de su propio cuerpo. La luz estrella su asteroide contra el agua. El movimiento constante. Infame. Arrebatador. Hazañas románticas. Patriotas. El agua bate sus alas porque crece en ella el mundo. Partículas dulces de lluvia. Agua emperatriz. Torrente de azúcar. Cicatrizando la madrugada febril. Inundando el vasto territorio del artista. Espacio. Tregua. Sorbo de pintura helada. Amarilla. El agua teje el mapa de las formas subversivas. Geografía extensa y blanca sobre las manos. Un chapoteo provoca a todas las mariposas de su vientre. A su sed. A su historia tan corta de horas. De recuerdos. Armónica. Superficie árida. Las manos lavan su ternura con ella. La impronta de un sol magnífico en la tela lavan con ella las manos. Una poesía gotea moribunda en la punta de un árido pincel. Las manos y el agua se asemejan al infinito. A la proximidad del contacto con una piel. A la tierra. A la madre. El agua escurre el sueño y se mete en él para nacer en la realidad. Cura el silencio. El agua acaricia las manos. La ruptura de esas manos con las estrellas la vuelve a ella más tangible. Más cercana. Como si el juego consistiera en querer romper esa relación siempre. Como si el agua sucumbiera por ello. Como si el agua perdiera su existencia en el hecho literario. El agua absorbe la textura escamosa cuando pronuncian las manos el dolor de la ausencia. El agua es un banquete. Limpia la inocencia. Deshace la inspiración voraz del verbo. Se vuelve una mujer indecible que a las manos las sorprende al notar de pronto la viscosidad del tiempo embravecido corriendo a la desidia de la noche pasada. El agua golpea contra el metal todas sus extremidades al descubrirse desnuda. Pulcra. Tela de invierno en las manos de un aprendiz. Con fuego la delicia la eriza. Atravesando la carne con su puñal de luna el agua llega al alma de las manos. Hinchada de crepúsculo agónico va tomando el secreto. La dicha. La altura existencial del vacío. En la anchura del destino el agua muerde sus labios. Se espesa al sentir la cofradía carnal del color. Al sentirse sucia. Fulgurante. Agitada. Se esconde. No se deja. En la ardiente coyuntura del estío imaginado el agua expresa su ruego que suena al ruido ancestral de una sábana al estirarse en una habitación sin sombras. En la plenitud de la memoria el agua es un murmullo empalagoso. Tormenta blanca. Llana. Lisa. La compostura de la línea de una mujer el agua tiene. El agua deja su ropa al pasar su cuerpo entre las manos. El agua besa la espesa nubosidad amatoria. El agua es un río debajo de un puente trayendo el presente. El eco de una ciudad. El agua trae la ciudad a la ventana pintada. Las manos cobran sentido por el agua. El arte sucede detenido. Estancado en un cuenco. El agua tiene su propia poética. Su excusa para el encuentro. El agua baila en su propio pueblo de calles violetas. Baila porque es su ofrenda. Es el agua un carrusel girando. Un espasmo de infancia. Sus alas se desviven al abrirse en las yemas de los dedos de las manos. El agua es entonces un deseo tirado por dos mulas. El agua sus prejuicios confiesa cuando pierde su poesía sus rimas. El agua los soldados rinde. Se vuelve a entregar. A dejarse estar. Se alinea a los planetas del sistema solar. Se descuelga de los libros. Se enternece. Agua de márgenes profundas. El agua de pronto se viste de unicornio. Las manos se contagian con el brillo. Con la soledad del equilibrio tan frágilmente expuesto. En la fantasía el agua va tomando conciencia. En la desproporción del sentido figurado vuelve a su credo de agua. En su gesta revolucionaria el agua va dejando de ser. Va entramando su identidad. Va dejando caer sus montes acuáticos. Su hambre de contenido se apaga. Impacta contra la noche su cabeza. En su prisma el bosquejo de lo inmediato se rompe. Revoltijo de pintura y movimiento perpetuo. El agua bulle deshecha en un trapo y en la abertura del metal del recipiente desesperada reza mientras los jirones de su uniforme se desparraman sobre la inspiración del hombre que va apoyando en el dibujo su inmortalidad.

viernes, 4 de febrero de 2011

Yuri Herrera, un futuro grande de las letras latinoamericanas


Fuente: Wikipedia

Nació en Actopan, México en 1970. Estudió Ciencias Políticas en la UNAM y la maestría en Creación Literaria en la Universidad de Texas, en El Paso. Es Doctor en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad de California, en Berkeley, y editor de la revista literaria El perro.
Su primera novela, Trabajos del reino, obtuvo en 2003 el Premio Binacional de Novela Border of Words y convirtió a Herrera en uno de los escritores latinoamericanos más prometedores. La novela, editada también en España (Periférica, 2008) recibió el I Premio 'Otras Voces, Otros Ámbitos', a la mejor obra de ficción publicada en España, por un jurado de 100 personas, entre ellos, editores, periodistas y críticos culturales.
Elena Poniatowska calificó su prosa como "fulgurante" y a la novela como una entrada "por la puerta de oro en la literatura mexicana".1
Su segunda novela, Señales que precederán al fin del mundo (Periférica, 2009) ha sido considerada como la confirmación de uno de los jóvenes escritores mexicanos más relevantes en lengua española.
En 2011, su obra será traducida a más cinco idiomas en Europa.
Herrera también se ha desempeñado como profesor del departamento de Letras de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, y del departamento de Lenguas y Estudios Culturales de la Universidad de Carolina del Norte, en Charlotte.

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Elena Poniatowska analiza al autor



Un par de capítulos de Trabajos del Reino

Entrevista

(En Argentina todavía no se consiguen sus libros, si alguien sabe donde por favor remitirme por mail, muchas gracias)